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EL VUELO DEL PINGÜINO

En aquella reunión, se levantó un pingüino considerado profeta. Había estado meditando sobre su religión y los preceptos de ésta. Él quería que su audiencia compartiera su apreciación de las cosas espirituales. Fue entonces que decidió criticar y señalar la imperfección de sus compañeros.

Un pingüino que quería cumplir con los mandamientos, le preguntó con tristeza—¿Qué haremos, maestro? ¿Cómo podemos ser perfectos?

Lentamente y en silencio, el profeta caminó hasta el centro de la tarima. De repente, con mucho dramatismo, levantó su ala derecha y señaló hacia la dirección de donde venía la voz. Intentaba ocultar su enojo, mas su rostro lo delataba. En su interior pensaba—¡Qué pingüino insolente el que interrumpe mi discurso!

Si quieres la perfección—dijo el profeta—es necesario elevarte. ¡Tienes que volar!

¿Cómo es posible eso?—preguntó otro pingüino—Nosotros no estamos hechos para volar. En toda nuestra historia no ha habido ni siquiera un pingüino volador.

No somos gaviotas—replicó otro— no podemos volar, pero cuando nadamos, nadie lo hace mejor.

¡Silencio!—dijo el profeta—¡La perfección es volar! Todo pingüino fiel que quiera la perfección, le ordeno ahora mismo que se disponga a volar. El gran pingüino vuela, por eso es digno de imitar.

Pero ninguno de mis compañeros puede volar—dijo nerviosamente un joven asustado que deseaba complacer a su profeta.

La respuesta fue severa—No te puedes comparar con tus viles semejantes. Sólo el gran pingüino ha de ser nuestra medida.

Los presentes que creyeron lo que decía el profeta fueron sumergidos en un lago de tristeza. Su situación fue común, como no podían volar, no había uno perfecto. Desde entonces, y durante toda su vida, cada uno de los creyentes fue acompañado por el sufrimiento al recordar su defecto. Se ha dicho que ese dolor puede enloquecer al más cuerdo de los devotos.

Pero uno de los pingüinos, uno que era rebelde, no le prestó atención al discurso denigrante. Desde una piedra saltó a las aguas del océano. Nadó con velocidad y también hacía piruetas. Era un artista, un experto, un genio y un acróbata. En el agua no había otro como él. Eso lo hacía feliz y seguro de sí mismo. Sólo sufría al recordar a sus amigos velados, y en su interior razonaba al pensar sobre el ladrón de la calma—Qué malvado es el profeta que se dirige a un pingüino y lo llama defectuoso y le ordena volar.

© 2010
por Jor-El Irizarry

Texto agregado el 09-05-2011, y leído por 88 visitantes. (1 voto)


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