Volvió a sentir. Estaba en la esquina. Aquella esquina de paredes sin color, que hacían de la luz de la tarde un artificio casi artístico. En la tarde, cuando el barrio entraba en los preparativos de la noche, era el movimiento del sol, rutina que se desarrollaba inconscientemente.
Cuando se paró, tenía una mezcla de emociones que recorrían al camino, desde el sentimiento de ser observado desde el espacio, hasta la nostalgia por el silencio de voces que algún día desgastaron horas de conversaciones sobre los más triviales temas. Miró, era de su gusto, al final de la calle para comprobar que Andreas terminaba su tiempo de observación del tránsito, y con movimientos seguros maniobraba su silla de ruedas para entrar en su casa. Cuando Andreas desapareció de su ángulo de visión, dentro de sí se instaló la duda de si su amigo llegó a resignarse de su estado.
Era el momento propicio para buscar en sus bolsillos un cigarrillo, los momentos previos a fumar despertaba en él una emoción que no encontraba comparación. Había establecido una relación casi metafísica entre fumar y construir recuerdos en su mente, que en conjunto eran en realidad el momento presente de su vida. La esquina estaba a su gusto, con la luz de un sol débil que despedía la tarde, a más de que sobre las calles se posaba esa reverberación propia de los sueños.
Las siluetas de los caminantes se presentaban todas uniformes, solo la dirección contraria que cada cual tomaba daba sentido a que se trataba de personas diferentes. Los sonidos de la tarde se alimentaban mutuamente hasta formar un solo eco que iba y retornaba en viaje sin fin. Era el momento exacto cuando Morillo tomaba vida, todos los momentos anteriores y posteriores al que vivía en ese instante no eran más que repeticiones mecánicas de una rutina que había arrancado bastante de vida a su vida.
Eran ya más de treinta años que no había estado en ese mismo lugar, en ese pedazo de la ciudad. Posó la mirada sobre la superficie de la vereda, le pareció casi imposible que mantuviera la misma corteza de piedra con las heridas líticas que en su memoria infantil quedaron impregnadas, en sensación completa, el ambiente era una máquina del tiempo que retrocedía y volvía al presente.
Todo se reducía a intentar un ejerció de memoria inmediata, en el que Rómulo buscaba eternizar su presencia en aquel lugar, en aquella esquina que era como buscar la fórmula de detener el tiempo, en una suerte de espasmos de sonidos con tiempos. Detener el tiempo porque sabía que esa condición representaba un punto sin retorno en su naturaleza, en la naturaleza de sus más profundas emociones construidas con la inmaterialidad fugaz de ese tiempo acariciando la esquina.
Toda esta relación profunda de Rómulo con esa esquina, porque sucedía solo con esa esquina, a pesar de que siempre buscó y encontró misterio en cualquier esquina de la ciudad donde estuviera, tenía su génesis en un acontecimiento sucedido en los años de su infancia, cuando la ciudad era escenario del enfrentamiento entre la humilde razón y la más irracional prepotencia, años que marcaron violencia, y que dieron rostro común a toda una generación.
En la memoria estaba claro que fue un día martes. Día en que temprano escuchó a su padre levantarse, y con movimientos aprendidos a fuerza de costumbre, se dio a la tarea de dar forma a la madera; puertas, mesas, ventanas, escaleras, muchas cosas más que en compañía de su fiel ayudante trabajaba ya como tres décadas, en su sempiterno taller. Desde su cuarto pudo escuchar el diálogo entre sus padres, que hablaban en tono de precaución, sobre la posible irrupción de la policía al barrio, para nadie era desconocido que el barrio era el germen del descontento contra la autoridad.
El recuerdo era transparente. Cuando sus padres aún no habían terminado su diálogo, su vigilia matinal cedió al sueño, en el que las voces de sus padres eran los diálogos que acompañaban la secuencia de imágenes del sueño breve de la mañana, era de esos sueños fugaces, en los que pocos segundos bastaban para dar luz a un concepto, un mensaje, una realidad trasfigurada en otro espacio. Los colores del sueño eran como líquidos, colores estampados en superficies planas que al contacto se desprendían en líneas chorreadas que daban sentido a la historia desarrollada.
La luz estaba preparada como en una escenografía, en la que algún ángulo destacaba la escena principal, estaba ahí, era el progreso de una crónica escrita en las acciones de los humanos que habitaban esta parte del mundo, ese barrio, esa calle en la que la esquina era un sitio especial en la visión de Rómulo. Era especial por que el tiempo haría que el sueño de aquella mañana en la que escuchó el diálogo entre sus padres se trasforme en una tarde real.
Los habitantes del barrio aspiraron la certeza de que sus hijos nuevamente estaban en la encrucijada de sucumbir o sobrevivir de frente a la realidad irracional que los condenaba a ser carne de la ignorancia, a ser presa del hambre. La fugacidad de la esperanza, puesta como comercial, desde las oficinas, desde los palacios, desde los hoteles, esta vez habían de ser el combustible de los espíritus forjados en la resistencia a tal situación. Los día se habían llenado del ambiente que precede acontecimientos trascendentes, las calles, la gente, el paisaje se tornaban en espectros artificiales de una visión trashumante que parecía anunciar algún desenlace.
El sonido de la muerte llegó anunciando romper el viento, los rostros brillarían esta vez bajo el sudor del esfuerzo por despedazar la realidad inaugurando la muerte. Los gritos eran cuchillos que brillaban en violencia, las manos olvidaron por momentos las caricias, para tocar con fuerza la posibilidad de caer o sobrevivir.
La calle se transformó en un cuadro de guerra, mujeres y niños agazapados en lo más profundo de sus casas de miseria, dejaban escapar las oraciones de las madres al espacio que los recibía indiferente; los obreros de la cuadra sacaban de sí mismos la naturaleza milenaria de defensa de su vida amenazada por un enemigo igual humano, que venía a matar su pedazo de jardín sembrado.
Por esa calle voló la bala despedida de la boca de un fusil, que determinó como su destino la cabeza donde era un sentimiento de amor Rómulo, su padre caía muerto en la esquina de la cuadra, la sangre violenta escapada de la herida marcaba para todo el tiempo la ira, la frustración, el enfrentamiento cara a cara con el absurdo que representa la muerte de la razón.
La noche llegaría entre tiros que se repetían como un aviso de vigilia de uno y de otro lado, las voces apagadas pero alertas esperaron el amanecer, cuando este, nueva carga de las “fuerzas del orden”; esta vez la arremetida con fuerza tal, que muchos sobrevivientes contarían luego que el sonido de los cañones eran como el trueno final que traía imágenes de reencuentro con alguna verdad. La casas quedaron convertidas en tumbas con puertas y ventanas, el silencio roto por botas manchadas de sangre, era como el himno que reivindicaba el grito final de los caídos.
Apagado el silencio en el recuerdo, Rómulo miró la sangre que el tiempo borró del pavimento, su respiración estaba sincronizada con el movimiento del sol que buscaba las espaldas de la cordillera para despedirse. La noche saludando desde una estrella vespertina, cruzó las estelas de su brillo con las del brillo de las lágrimas de Rómulo, que caídas al pavimento de la esquina, se fusionaron con la sangre regada de su padre, cerrando un el compromiso de siempre, defender la vida para que los colores sigan existiendo.
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