"Casualidad"
Cansado y desesperado por las horas de espera, un hombre joven escucha el anuncio de que su vuelo está listo para partir.
Toma su maleta de mano y camina al mostrador para enseñar su pasaporte y su pase de abordar. La señorita le sonríe, revisa su foto y amablemente le devuelve el documento y le indica con un gesto educado que puede abordar.
Camina por el amplio túnel y con cierta apatía entra al avión, busca su lugar, guarda su maleta y se sienta a esperar. Cae pesadamente dormido y varios minutos después despierta justo cuando el avión comienza a elevarse.
Empieza a caer la noche en Roma; mirando a través de la ventana, se asoma y alcanza a contemplar el mar que desde arriba se siente tan quieto, sereno y apacible.
El sol se esconde entre nubes. Por un momento, entre tanta maniobra de vuelo, pierde la ubicación. Se aburre. Entre el constante ruido de la turbina se perciben voces, pasos, risas. Pasan los minutos y un par de auxiliares de vuelo caminan entre los pasillos, con una sonrisa entrenada y una complaciente figura. Él cavila en el trabajo, en su cita en París, en el taxi que debe pagar al llegar, en las eternas y aburridas pláticas de buró, en el hotel, la reservación, en el cansancio de volar por tercera vez al mismo lugar en la misma semana…
El tiempo avanza y cielo está ya obscuro, las luces se prenden por todo el avión. Toma una cerveza y un bocadillo. El asiento de junto está vacío y le permite estirar las piernas. No hay nada que hacer en dos horas. Refunfuña y se queja para sí. No hay nadie con quien desahogarse.
Que vuelo tan tedioso…
El avión se bambolea ligeramente y él se reacomoda en su asiento. Aún después de tanto volar siente ansias por la turbulencia que en ocasiones agita al avión. Se asoma por la ventana y todo se ve negro. Sólo percibe la luz roja intermitente con la que, como un juego de niños, él cuenta los segundos que pasan entre centelleo y destello.
Parece que todos duermen o hablan tranquilamente. Otra de las asistentes camina con gracia por el pasillo y se pierde entre cortinas de la primera clase.
Al chocar su pierna con el asiento de en frente, distingue una revista que se asoma por debajo de su respaldo. Ésta le llama la atención y sin pensarlo mucho, se agacha y la toma. “Relatos de una Casualidad” se titula.
El nombre le parece interesante y abre la revista, convencido de que ésta lo entretendrá un poco. La primera página dice: “Relato número 1”
“Un hombre aburrido toma una revista debajo de su asiento, esperando a que ésta lo distraiga de su aburrimiento. Intenta leer y distraer su mente de tan tediosa rutina, de sus constantes vuelos de una ciudad a otra, de sus hoteles y noches perdidas entre juntas, trabajo y responsabilidades.
No hay de qué preocuparse.
El avión está apunto de colapsarse y estrellarse justo sobre los Alpes…”
En ese preciso momento la luz intermitente se prende para que los pasajeros abrochen sus cinturones. Su corazón se estremece. Cierra la revista con extrañeza y la avienta al sillón de junto.
La voz del Capitán del avión anuncia que están entrando a la zona de los Alpes y por ello hay turbulencia que sortear. Todo estará tranquilo, comenta con voz ensayada.
Él siente un poco de ansiedad. Se asoma a la ventana y no ve nada… sólo la luz que baila entre nubes.
El avión sigue brincando y se da cuenta que sus manos sudan. Cierra los ojos para concentrarse en el tiempo que le sobra al vuelo. Abre los ojos con rapidez y mira su reloj. Falta más de una hora para llegar a París.
Una asistente camina con rapidez entre el pasillo y su cara denota una sonrisa falsa, forzada. La sigue con la mirada y, al terminar el pasillo, junto al baño, observa como toma por los hombros a su compañera y le dice palabras que provocan que la otra se lleve las manos al pecho, como rezando. Sus caras no tienen el característico brillo con el que ofrecen más café o un cobertor para las piernas.
Se acomoda en su asiento y trata de no dejarse envolver por la escena.
La turbulencia termina. No hay rebotes ni ajetreos.
Mira su reloj y sólo 5 minutos ha pasado desde la última vez que lo consultó.
“Los hombres no podemos explicar la eternidad, y sólo en ocasiones, percibirla”
Recarga su cabeza con pesadez y respira profundo. De reojo mira de nuevo a la revista que, entre tanto ajetreo, cayó justo frente a él.
Sin más, la recoge y la abre.
“…después de la turbulencia su alma estaba intranquila. Intentaba leer de nuevo para olvidarse del susto pero su mente seguía hundida en la ansiedad por saber que habían platicado las dos aeromozas con tanta angustia. Sus ojos se abrían aún más al leer la siguiente frase: “La segunda turbulencia fue espantosa…”
Bajó la revista y asustado y miró por el pasillo, encima de los asientos, por la ventana. Nada.
Se asomó entre los asientos para comprobar que una de las asustadas aeromozas ahora leía sentada en el pequeño cuarto donde almacenan la comida, bebidas y demás. Aquella pasaba y pasaba las hojas, mirando por encima con una verdadera actitud de placidez.
Regresó a su asiento y algo contrariado levantó la revista para comenzar a leer. Se rió de sí mismo, amonestándose por semejante actitud infantil e ignorante.
Movió la cabeza de un lado al otro, desaprobando su infundada sugestión.
Buscó la página. Examinó la línea donde estaba leyendo.
“…creyéndose seguro y después de comprobar que era más su impaciencia que la realidad, retomó la lectura.
Pasaron sólo 10 segundo para que llegara la premonitoria y fatal turbulencia…”
El avión comenzó a agitarse estrepitosamente. Algunas personas exclamaron y varios niños empezaron a llorar. La revista cayó precipitadamente y sus brazos se asieron con una enorme fuerza a los bordes del asiento. Todo su cuerpo se tensó de tal manera que sintió como sus músculos se dilataban causándole un gran dolor.
La luz del pasillo se apagó y sólo se veían las luces de emergencia en el suelo por entre los sillones. Un compartimento donde se guardan las maletas de mano se abrió y varias maletas cayeron sobre un pasajero que exclamó junto con otros que lo miraban atónitos.
Nadie acudió en su ayuda pues todos se aferraban a sus lugares mientras el avión se agitaba cada vez más.
La voz del capitán se escuchaba entre llantos, clamores y crujidos del avión. No se entendía palabra alguna que decía. Las luces se encendieron por todo el avión pero de inmediato se apagaron. Todo vibraba como una centrífuga inevitable.
Junto a él, una asistente intentaba correr en el pasillo, cayendo y levantándose, pidiéndole a la gente cordura y compostura. Nadie, por supuesto, le hacía caso. Aquella era una visón fatídica entre llantos, gemidos y luces que prendían y apagaban.
La presión subía cuando el avión descendía inesperadamente. Sentía como su cuerpo se comprimía. Claramente oía como su corazón palpitaba y se azotaba tan fuerte en su pecho que el ataque cardiaco era inminente. El avión ascendía forzadamente y la sensación entonces era de aprisionamiento en el sillón.
Se estabilizó por un momento y la vibración moderó un poco. Los llantos continuaban pero la luz permitía ver la escena completa de un corredor lleno de maletas caídas, platos y comida por todos lados en un desorden repulsivo.
Las máscaras de oxigeno colgaban flácidas por todo el techo del avión, como brazos sin vida que ofrecían salvación.
Todos se miraban atónitos, buscando respuestas y deseando que una mano divina abrazara al avión para llevarlo a salvo a tierra. “Dios realmente existe cuando se experimenta un diálogo consciente con la muerte”. Y todos en aquel avión podrían mover montañas con la espontánea fe que transpiraban por las venas.
Buscó de inmediato la revista. La encontró metida entre una maleta y su chamarra que estaban desperdigadas por el suelo. Nervioso, la recogió con rapidez y regresó a su lugar, abrochándose su cinturón y escuchando al capitán que pedía disculpas por la tan incómoda y aterradora situación por la que acababan de pasar.
No sabía si leer lo que seguía. La tentación era demasiada. Miraba fijamente a la revista, trataba de adivinar que seguiría en las líneas de aquel relato.
Levantaba la mirada y la tranquilidad regresaba al avión. Parecía que todos, escondiéndose entre risas falsas y rostros forzados de serenidad, intentaban retomar sus vidas, sus rezos, sus voces perdidas entre la altitud y el sobresalto.
La revista le gritaba, sentada en sus piernas, que la abriera para descubrir el final de toda aquella inesperada escena. La tranquilidad que había retomado el vuelo le hacía dudar, lo ponía inquieto por las dos radicales opciones de complacerse con la calma recién adquirida o asesinar a la curiosidad leyendo la siguiente línea del relato.
Su reloj decía que faltaba sólo media hora para llegar. París, la seguridad de la tierra y la vida recientemente florecida estaban a casi un suspiro de distancia. El avión avanzaba cuál lectura profunda, como una templada y profunda voz en medio de un auditorio vacío. Avanzaba sereno, dominando el viento, iluminando la noche con su impresionante templanza.
Los nervios se dormían plácidos en aquel hermoso silencio. La agotadora experiencia provocó un sueño etéreo en todo el avión.
Las manos dormidas dejaron caer a la revista.
Despertó justo cuando el avión hacía contacto con la pista. La incontenible alegría de todos provocó un aplauso generalizado. Miró por la ventana y reconoció el aeropuerto Charles De Gaulle. Nunca había amado tanto a la tierra francesa como en aquella ocasión.
Sonrió cómplice de la vida, se alegró por la grandeza de sentirse por fin dueño de su destino. La plática entre pasajeros era jovial y, a distancia del incidente, todos se veían con una nueva cara. Comentarios por aquí, por allá, entre asistentes y pasajeros.
Esperando a que todos caminaran para salir del avión, revisó sus cosas para no olvidar nada. Pasaporte, portafolio y chamarra.
Debajo del sillón, espiando o atrincherada, la revista yacía boca abajo. Lo pensó por un minuto. La gente comenzó a avanzar y se decidió.
Levantó la revista y la guardó bajo el brazo.
El taxi recorría las transitadas e iluminadas vías de París. Él miraba las calles con desinterés, sabiéndose el camino que hace días había recorrido. La “Gare de l’est” lo recibía con un desfachatado gusto, como todo lo que es francés saluda a un italiano.
Algo le llamó la atención. Era la revista que estaba bajo su chamarra, junto a él, esperando a ser leída.
Se acordó de ella y se emocionó por permitirse leer el final que hace más de una hora tanto temía.
Confiado, prendió la luz del interior mientras el indiferente conductor lo miraba de reojo por el retrovisor.
Acercó la revista a sus ojos, pues la luz y el movimiento no le permitían leer bien.
Se estremeció tanto que no pudo mencionar palabra alguna…
“No lo mató la turbulencia. Fue un accidente fatal en auto…”
Levantó la mirada al escuchar un grito despavorido. Sus ojos, antes de apagarse, verificaron como el chofer intentaba esquivar a un enorme camión que los embestía de frente…
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