ELLAS NOS ESTÁN ESPERANDO...

Siempre, en realidad, nos han estado esperando. Siempre su vida entera ha sido estar pendiente de nuestros menores movimientos. Hubo días en que nos sentían latir, con ansias de vida en su seno. Y nos esperaban. Aún no nos conocían y ya nos amaban, sabían que íbamos a resumir en nuestros seres todas sus inquietudes, todos sus anhelos.

Sabían que nuestros primeros quejidos iban a ser el comienzo de largos desvelos, de preocupaciones continuas.

Sabían que traíamos lágrimas a sus ojos serenos, pero también íbamos a dar risas a sus labios y gozos a sus corazones. Pero ellas no nos esperaron para gozar. ¡No!

Aunque mil lanzazos como los del Centurión traspasasen sus pechos, ellas nos hubieran esperado igualmente ansiosas y anhelantes, deseosas de nuestra presencia. Aunque hubiesen sabido que agudos cuchillos de dolor iban a rasgar sus carnes mártires, ellas nos hubiesen esperado con el mismo sentimiento y con un mayor amor.

Aunque nuestras vidas puedan ser para ellas los más espantosos tormentos, igualmente nos aman; igualmente acarician nuestros rostros y besan nuestras mejillas.

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Ya lo habéis entendido. Hablo de ellas: de aquellas en que Dios puso la simiente de la raza humana; de las que llevan en sus pechos fecundos una savia elaborada con el alma y con el cuerpo. Hablo de quienes guardan en sus vientres sagrados la estrella de la maternidad que nos cantara Delmira Agustín.

Hablo de nuestras madres, de aquellas mujeres que esperaron en nosotros desde el día mismo en que el instinto más puro de la especie las llamó inevitablemente a tener un hijo. ¡Oh, llamado misterioso! Bendito seas, sentimiento de maternidad, que iluminas de todo lo más delicado y más bello y más tierno y más puro, la vida del hombre.

¿No visteis, acaso, con qué temblores emocionados nos cargaron por vez primera? Éramos torpes masas de carne palpitante: con ojos pero sin luz; con oídos, pero sin sonido; con manos, pero sin conciencia; éramos egoístas y poco sufridos; llorábamos de hambre de frío y de calor. Pero allí, cerquita a nuestra cuna, una madre atenta y amorosa nos cobijaba y un cuerpo joven nos brindaba su carne hecha alimento.

Después, cuando ya nuestros ojos vieron y nuestros oídos escucharon, ellas nos enseñaron a saber mirar y a saber escuchar. Ellas nos condujeron pacientemente hasta que nuestro vagido inconsciente se hizo palbra maravillosa. Ellas pusieron la luz de una primera idea en nuestros cerebros. Ellas nos mostraron el mundo y nos enseñaron a conocerlo. Y esperaban...

Esperaban... ¿Qué? Tan solo una palabra balbuciente que les dijera “Mamá”. Esa palabra era todo un premio, toda una gloria; por esa palabra ansiada habían sufrido, habían sacrificado sus mejores energías

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Hoy, han pasado muchos años. Ellas nos han visto crecer y han contado en su corazón nuestros días. Algunos hemos alegrado unos momentos de sus vidas, pero también hemos entristecido muchos de sus momentos.

Pero ellas nos esperan. Aquí en la tierra, los que tienen madre; allá en el Cielo, los que la perdieron. Todas las madres del mundo siguen esperando a sus hijos. Siguen esperando, como siempre, sonriéndonos unas veces y otras veces llorando.

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¿Qué esperan esas santas mujeres? ¿Quieren un pago a sus sacrificios heroicos? ¿Quieren satisfacer sus desvelos con nuestro triunfo en la vida. ¡Oh, no! Tan solo esperan como nos han esperado desde que un oscuro aviso las llevó a ser madres, tan solo esperan que en nuestros labios florezcan unas pocas palabras. Tan solo esperan fundirse en amor y en ternuras, cuando broten -brillantes como un cielo de verano- , aquellas palabras que ellas quieren, aquellas palabras que les digan: ¡Madre mía!

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Y en un día como hoy las esperaron más que nunca. En nuestros pechos han florecido esta mañana, blancas y rojas, las hojas recordatorias. Pero es necesario que en el corazón de todos nazca una flor para todos roja, que diga con el afecto más puro:

“Madre mía, te amo.”

Y ellas lo están esperando...

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