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Cuando el final es lo de menos



En realidad, la historia acababa con la siguiente escena: Eduardo (no se trataba exactamente de Eduardo, sino de su silueta reflejada en un espejo) es de pronto consciente de lo patético de su figura. Y no se refiere al frac que lleva puesto, en lo chocante que resulta en mitad del centro comercial en el que se halla esa mañana de diciembre, sino en lo que realmente supone esa indumentaria. Por primera vez en mucho tiempo se ve con ojos ajenos, y en ese punto ya de nada sirve el autoengaño.
Y sería aquí, en ese hipotético final (el verdadero final por el que se concibió esta historia), cuando llegaría la gran revelación: Eduardo admite que es, no ha sido otra cosa: un mísero y ridículo cobrador del frac.
Llegado este punto, el hipotético lector descubre la verdadera dimensión del personaje. Nada era lo que parecía (lo que se había empeñado el autor en figurar), el trabajo de Eduardo, su día a día, la relación con los demás personajes, sus objetivos, los falsos antagonistas. Al fin de cuentas, un mero producto de laboratorio, a la larga del todo insustancial, ya que la verdadera explicación de la historia llega demasiado tarde. Se asemeja demasiado a aquellos cuentos que sólo pretenden sorprender a base de un retorcido desenlace, ese último y agónico giro concluyente que no hace otra cosa que evidenciar la flaqueza misma del argumento. En la última página, en el último párrafo, acaso en la última frase, el autor nos desvela el nombre del asesino. Y el asesino de Miss Foster fue… su mayordomo. ¿Quién puede identificarse con un personaje así? ¿Quién llega a entender realmente qué motivos le han llevado a cometer el crimen? ¿Qué angustioso proceso ha experimentado a lo largo de toda la historia? Lo desconocemos, ya que lo único que importa es no sospechar demasiado del personaje para no restar fuerza a la revelación final.
Eduardo no ha matado a nadie, no es el asesino que se descubre en la última página, pero si obviamos lo que realmente es (en este caso, un cobrador del frac), el relato de su historia va perdiendo ese sentido de empatía.

Retomemos el argumento. Lugar: la planta de cosmética de unos almacenes comerciales. Una fría mañana de diciembre. Eduardo corre en mitad de los delicados frascos de perfume (la fragilidad de su entorno como alegoría de su propio estado vital). Ya sabemos que ropa lleva puesta: un frac que desentona con el resto de personajes que habitan ese tipo de establecimiento un martes cualquiera. Es entonces, al mirarse en un espejo que enmarca la sección de perfumes, que se da cuenta. Ha llegado el momento de desengañarse, de poner fin a ese estúpido juego, esa especie de bote salvavidas que su mente ha ido recreando para no caer en el más absoluto de los desencantos. Se detiene y se mira, el ridículo corte posterior del traje, las hombreras magnificando su desdibujada figura, la falsa solemnidad del talle que no hace otra cosa que acentuar el fracaso de su vida —otra vez el fracaso, constata el autor, y se promete a sí mismo que en la próxima historia no caerá por enésima vez en el mismo tema—. Realmente, un pingüino fuera de contexto. ¿Por qué corría en mitad de aquel espacio? ¿De qué diablos estaba huyendo? La silueta, la grotesca silueta en el espejo, le recuerda que de nada sirve ya cuestionarse esas preguntas, que al fin es consciente de lo que realmente ha ocurrido. Ahora lo recuerda. Él no es ese Eduardo, el trasunto inventado y reinventado. Pero ¿qué fue del verdadero Eduardo? ¿De ese mismo que le mira disfrazado de pingüino al otro lado del espejo?
Justo empezó a perderle la pista el invierno pasado. Trabajaba por entonces en una empresa de instalación de montaje industrial, en la que llevaba más de veinte años (la estabilidad todavía intacta), hasta que un día la empresa quebró. Y entonces Eduardo pasó a ser un mero dato en el porcentaje de parados en un país en el que sólo importan las cifras del desempleo para arrojarlas a la cara del Gobierno de turno durante la campaña electoral. Ante semejante perspectiva, era poco lo que podía hacer Eduardo: parado, cuarenta y ocho años y el horizonte de la prejubilación todavía demasiado lejos.
Al principio pensó que no resultaría tan complicado encontrar un nuevo empleo; en el fondo siempre había pensado que las personas paradas en cierta manera lo desean, bien por vagancia o porque ya les va bien un periodo de tregua. Pero fueron sucediendo los días, las entrevistas, los currículums sin respuesta, el desespero ante un tiempo libre que lo enmarcaba todo…
Antes de caer en nuevos tópicos, la historia podría resumirse hasta el día en que Eduardo, mientras ojeaba un periódico, se fijó en una oferta de trabajo; en un lateral del impreso, se erguía —indefensa entonces— la silueta de un señor vestido con frac (esa misma que unos meses después le devolvería la razón en la sección de cosméticos). Al mirar el anuncio por primera vez, detuvo su atención en él, pero no porque pensase trabajar como cobrador del frac, nada más alejado de aquello, sino que siempre le resultó curioso que pudiese existir un empleo como aquél, incluso durante un tiempo dudó si no era más que una leyenda urbana, como si no lograra entender que realmente alguien se hubiese inventado algo así. Un tipo ataviado con un vistoso frac que se dedica a acosar a morosos, sin más, sin amenazas, sin palizas, simplemente una sombra de exquisita elegancia persiguiéndoles allá donde fueran.
Cómo llegó Eduardo a convertirse en un verdadero cobrador del frac no queda del todo claro, quizá sólo se debiera a la desesperación. Cansado de buscar algo mejor (quizá no fuera exactamente mejor, sino algo a lo que dedicar unas determinadas horas, sin entusiasmo, ni realización personal, eso hacía tiempo que lo había desestimado), pensó que mientras lo encontraba podía probar suerte. Tampoco pensó que fuera tan fácil que lo admitieran. Tras llamar al teléfono que se indicaba en el anuncio, le citaron en una oficina del centro (asombrosamente común, el espacio, la secretaria, el encargado de personal). A la semana siguiente, estaba Eduardo vestido con el frac frente a un portal de la calle Tussets. El sujeto al que debía seguir (una sombra grotesca vestida con exquisita elegancia) era un tal Felipe Alarcón. No tenía muchos más datos, desconocía quién había encargado el trabajo, ni cuáles eran sus deudas, tampoco le interesaba saberlo. Lo único que le importaba era lo sumamente ridículo que se sentía con aquel traje. ¿Y si de pronto aparecía algún conocido? Es un trabajo como cualquier otro, se obligaba a decirse mientras se exhibía a lo largo de la Rambla, aunque en el fondo sabía que no era cierto.
Y es aquí donde debería empezar la verdadera historia, la del truco final, la que ignoraría por puro interés el pasado del protagonista. Un día viene a visitarle su hija Inés (Eduardo quedó viudo hace muchos años y su hija había permanecido al cuidado de una cuñada que reside en Madrid y a la que prácticamente considera su verdadera madre; de vez en cuando Inés va visitar a su padre, como quien visita a un pariente lejano). En este punto, el lector ignoraría a qué se dedica el protagonista, sólo sabe que una hija, a la que hace tiempo que no ve, viene a visitarle. Ella sabe que ha cambiado de trabajo y al preguntarle a qué se dedica desde entonces es cuando Eduardo se queda mudo, ya que no puede responderle. Ahora sabemos que lo hace por vergüenza, no se atreve a decirle a su hija (aunque sepa que en el fondo quizá ni siquiera le importe demasiado) que su padre es una especie de pingüino al acecho de pobres morosos. Y es entonces cuando se le ocurre la idea; no llega a compartirla con su hija, nadie debe saberlo, pero actúa como si realmente fuera así: él, Eduardo, cuarenta y ocho años, ex parado y ex empleado de una empresa de instalación de montaje industrial, es en verdad un agente de la INTERPOL. Es por eso que se dedica a seguir a esas personas; ya no importa el modo cómo va vestido, ciertamente resulta muy fácil olvidar el ridículo corte posterior del traje, y las hombreras magnificando su desdibujada figura, y la falsa solemnidad del talle. Con un orgullo soterrado le confiesa a su hija que trabaja en algo importante, pero no puede decirle exactamente en qué. «Es por tu seguridad, cariño», le susurra con un guiño cómplice. Lo ha visto en muchas películas, el espía nunca puede desvelar su identidad, ni a sus padres, ni a sus hijos, ni a los amigos más íntimos. Duda por un momento si el cónyuge puede saberlo, pero al instante respira aliviado, por qué va a preocuparse si su mujer hace años que está muerta. Y es con ese pensamiento que se levanta a la mañana siguiente (incomprensiblemente intacto tras la marcha de su hija), y es por eso que en aquella ocasión, al esperar frente a un portal de la calle Francesc Macià al tal Felipe Alarcón, ya no lo hace como una sombra grotesca vestida con exquisita elegancia, sino con la tesitura y la inquietud (y puede que con la emoción, e incluso con el entusiasmo y esa ansiada realización personal) que le ofrece esa nueva faceta de espía.
El trabajo, al principio, es algo precipitado y torpe, no retiene con exactitud los datos, ni el lugar exacto de la citas, ni la identidad de las personas con lo que se encuentra el Sr. Alarcón; aunque con el tiempo lo va perfeccionando. Lo primero que hace es comprarse una grabadora y una antigua máquina de escribir (cree que el ordenador no casa con el arquetipo de espía que ha creado para sí, influenciado sobre todo por libros y películas basadas en la guerra fría). Viernes, 15 de Noviembre. 13:53 a.m. Hall del Hotel Continental. Reunión de Alarcón con Salvador Quesada, propietario de una constructora. Es tanta la dedicación que emplea Eduardo, que ya no sólo se dedica a espiar a Felipe Alarcón, sino a todas las personas que de alguna manera tienen relación con él. Es así como se entera de que la esposa de Felipe, Silvia Lafuente, mantiene una relación extraconyugal con Salvador Quesada, antiguo socio del marido. Sábado, 7 de Diciembre. 00:03 p.m. Residencia de Salvador Quesada. La señora Silvia Lafuente aparca frente a la residencia y entra en la casa. Salida: 02:31. p.m.

Hasta que al fin llega el día. Ya se sabe, lugar: la planta de cosméticos de un gran centro comercial. Una fría mañana de diciembre. Eduardo, el espía de la INTERPOL (el engaño aún no ha sido revelado), observa a la Sra. Lafuente paseando por los pasillos franqueados de perfumes. Es falso su andar despreocupado, la fingida inocencia de su aspecto, su falsa actitud al rociar la muñeca por unas gotas de perfume francés. Ella está allí porque se ha citado con Salvador, y lo peor de todo no es que se vean, o que echen un polvo a escondidas del marido, sino que lo que traman realmente es acabar con él. Eduardo hace días que lo sospecha. Todavía existen ciertos datos que desconoce, como por qué la INTERPOL está interesada en el Sr. Alarcón (resulta nimio sus deudas, y el adulterio de su mujer, incluso se actual estado de futura víctima de un asesinato), pero es algo que a Eduardo no le incumbe, se limita a hacer su trabajo y con eso basta, sin dudas ni cavilaciones.
En cierto momento pierde de vista a la Sra. Lafuente, se precipita en su búsqueda y es entonces cuando ocurre, Eduardo se da de bruces con su imagen. El frac. Sólo ve eso, la indumentaria que le asignaron aquella remota mañana en una oficina del centro (asombrosamente común, el espacio, la secretaria, el encargado de personal). Se desvanecen, al unísono, todos los falsos sueños, como dilapidados por la bruma del amanecer, el espía de la INTERPOL, la grabadora y la vieja máquina de escribir. «Es por tu seguridad, cariño».
Por un momento se siente abrumado —realmente, un pingüino fuera de contexto—, qué está haciendo él allí, en mitad de aquellos pasillos franqueados de inalcanzables aromas parisinos. Aquí debía acabar la historia: el lector, tras seguir la misión de un espía de la INTERPOL, se da cuenta que no ha sido más que una ensoñación, una manera de escapar del sinsentido de la vida, puesto que el falso espía no era más que un patético cobrador del frac.
Pero lo que ocurre en realidad, es que Eduardo regresa a su casa. Se olvida de la Sra. Lafuente, de Salvador Quesada, del propio Felipe Alarcón, sin sospechar lo más mínimo que sus pesquisas como espía eran del todo acertadas. Pudo saberlo a la mañana siguiente, mientras leía el diario, pero su atención estaba puesta en una nueva oferta de trabajo, esta vez de mozo de almacén, con lo que no pudo leer la noticia que aparecía justo en la página del reverso, en la sección de sucesos.












Texto agregado el 06-05-2011, y leído por 259 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
21-11-2013 Sigue gustándome muchísimo tu estilo. He tenido ocasión de conocer al menos a dos personas que se han creído sus propias milongas, más o menos por los mismos motivos que el protagonista de tu historia. Pero lo malo es que estos que conozco aún no se han dignado a reaccionar (y tampoco aciertan en sus sospechas...) ikalinen
11-05-2011 me recordaste mucho a Zambra, pero sin caer en la copia, para nada. Solo me lo recordaste. Reitero lo puesto en un cuento anterior, pero que buena pluma tienes, un ritmo súper tuyo. Eso es oficio amiga, mucho oficio. jaguilap
06-05-2011 Muy bien, me gustado toda la idea. Aristidemo
06-05-2011 muy bien llevado.... sorprendente final.... felicitaciones seroma
 
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