Unos días antes de la Semana Santa, en el humilde y olvidado pueblo de “Gualanday” se anunciaba de nuevo la llegada de Jesús. Jesús, hijo de José, el carpintero; aquel muchacho alto, de unos 30 años, de barba y cabello largo y partido, de penetrantes ojos color miel, que hacía aproximadamente cuatro meses (en la navidad anterior) había anunciado con bombos y platillos su primera venida a aquel pueblo.
En aquella navidad, su venida fue divulgada por todos los medios disponibles: en la emisora del pueblo, con el megáfono del carro-mula y en carteles pegados a los postes que decían: “El próximo 24 de diciembre...¡¡Jesús!! El hijo de José, el carpintero, en vivo, en la casa de la cultura”. Además la noticia fue anunciada en todas las misas de adviento, domingo tras domingo, por el cura del pueblo. La legión de María y las juntas de acción comunal prepararon todo para su venida, y por todas partes se vendían afiches de la última cena, crucifijos, túnicas y demás. Aquel humilde pueblo no podía creer en aquel entonces la magnitud del suceso que estaba a punto de presenciar, y se sentía importante y muy privilegiado: ¿cómo era posible que el mismo Dios escogiera a tan olvidado y escondido pueblo para dar una charla?
Pero la decepción no pudo ser mayor, cuando en lugar del burro que esperaban trayendo en sus lomos al Salvador, aparecieron tres enormes camionetas 4x4 de vidrios polarizados que pasaron por la vieja carretera de entrada a gran velocidad, cubriendo de polvo a los emocionados y pacientes cristianos que desde muy temprano se organizaron a lado y lado de la vía, agitando ramos de palma y regando pétalos de diversas flores por la carretera, al mejor estilo de la entrada a Jerusalén. Y qué decir de las caras de desilusión de los espectadores aquel 24 de diciembre, cuando en lugar del hombre humilde de túnica blanca, sandalias y agujeros en sus pies y manos; apareció un joven de jeans, zapatillas de $200.000, cola de caballo, reloj, camisa de cuadros…y celular!, que empezó a hablar, micrófono inalámbrico en mano, de cómo su padre, habiendo sido un humilde carpintero, había llegado a crear una gran empresa maderera de prestigio internacional; y que repetía constantemente palabras como “superación”, “perseverancia” y “dedicación”. Nadie tuvo la seguridad de saber si todo se había tratado de una desafortunada coincidencia, de un fraude, o si realmente Jesús había cambiado tanto, pues al fin y al cabo habían pasado más de 2000 años desde que se le vio por última vez en la tierra, y es hasta lógico pensar que un ser supremo evolucione al menos a la par con el mundo.
Pero la desilusión colectiva había hecho presencia acompañada de aquel hombre, y por eso, para su segunda venida en esa semana santa, ya nadie lo esperaba con el mismo entusiasmo. Simplemente llegó por la carretera vacía acompañado de sus escoltas, se presentó de nuevo en la casa de la cultura ante pocos espectadores, y repitió su charla, agregando que como él, que era gerente de la multinacional de su padre, cualquier muchacho de su edad podría llegar a ser alguien muy importante con un poco de perseverancia, responsabilidad y trabajo.
En realidad las intenciones y actitudes de aquel muchacho no eran malas, pero si muy inferiores a lo que todo el pueblo esperaba: Sermones, milagros, paz, críticas… Fue así como la gente de Gualanday fue empezando a idear un plan, no tanto para vengarse, como para conocer la verdadera identidad de ese tal Jesús.
Empezaron por invitarlo a participar activamente en la celebración anual de Semana Santa, en donde tradicionalmente se personificaban y dramatizaban las principales escenas de la pasión de Cristo. El forastero, quien se quedaba unos días en el pueblo, haría el papel de Jesús (Si no era Él, pues la excusa sería el parecido físico, y si en realidad era Él, pues mejor). Jesús aceptó gustoso, dijo que para él sería un honor.
Se destinaron así los últimos días previos a la Semana Santa para ensayar los diálogos de la última cena, la oración en el huerto, el arresto, la subida al calvario y la crucifixión de Jesús, de tal manera que la presentación, con vía crucis incluida, se haría el Jueves Santo en el parque principal de Gualanday.
Se ensayó hasta el miércoles en la noche, porque las personas de Gualanday eran muy responsables. Casualmente los escoltas de Jesús fueron marchándose uno a uno del pueblo para disfrutar de unas merecidas vacaciones de Semana Santa, de tal forma que sólo quedó el chofer, pues al fin y al cabo, Gualanday había resultado ser un pueblo tranquilo; y en un pueblo donde su jefe es el invitado de honor para celebrar sus tradicionales eventos, es poco probable que su vida corra algún tipo de peligro.
Pero llegó el día del gran acontecimiento, el día en que Gualanday saldría de sus dudas, el día en que algo raro tendría que pasar, alguna señal: otro terremoto, otro eclipse, algo…al menos unas lágrimas que brotaran de los hermosos ojos miel del tal Jesús al recordar los dolorosos sucesos a los que se habría visto sometido hacía dos mil años…
Al principio todo parecía normal: Jesús hasta sonreía mientras recreaba los eventos de su pasión. Y es que no era para menos al notar que a Judas se le había olvidado mojar el pan en el plato de su maestro por estar viendo el pronunciado escote de una de las jóvenes feligresas de Gualanday, o al escuchar todos la enérgica palabrota soltada espontáneamente por el soldado al que Pedro tenía que volarle la oreja de un espadazo, gracias a que por meterle realismo, éste le había asestado un verdadero golpe con su espada de madera.
Pero las cosas se fueron tornando pesadas a medida que la presentación avanzaba: El arresto no fue tan sutil como el mismo Jesús esperaba. Su risa se había ido tornando lenta y consecutivamente en una cada vez más esporádica sonrisa. El trato del procurador era tan despectivo y dejaba ver tanta lástima, que Jesús esta vez ni siquiera sonrió de ver a Pilatos en tremenda minifalda y con los pantaloncillos tan flojos y sueltos. Los gritos de “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!” no parecían provenir únicamente de quienes personificaban a los sacerdotes del sanedrín sino de todas las personas presentes, incluyendo las que no participaban de la representación. Cuando llegó el instante de los azotes, el encargado de personificar al verdugo tomó un laso de fibra amarrado a un pequeño listón de madera y simuló azotar a Jesús, pero a medida que los azotes aumentaban, aumentaba también la fuerza del golpe hasta el punto en que más de uno creyó confirmar que el hombre ahí amarrado era verdaderamente el Mesías por la entereza con que aguantaba su papel. Hasta el momento de la colocación de la corona de espinas todo había estado suavemente recreado, pero el asombro de Jesús y de la mayoría de los presentes salió a flote en cada rostro cuando alguien apareció con una verdadera corona de espinas. Las espinas no eran tan grandes como debieron haber sido en realidad, pues esta corona consistía en unos tallos de adormidera trenzados que a pesar de no clavarse en las sienes del joven, sí le incomodaban y le picaban de forma totalmente desagradable, obligándolo a permanecer extremadamente pendiente de impedir cualquier tipo de presión que le hiciera acusar el dolor. Pero aún faltaba lo peor. La cruz que debía cargar Jesús pesaba más de cuarenta kilogramos. En el rostro de Jesús se apreciaba la fatiga y el esfuerzo, y por sus mejillas se deslizaban las gotas de sudor una tras otra. Algunos de los presentes, conmovidos, le ofrecieron agua. Otros, ante el espectáculo de un Jesús realmente agotado y observando cómo en la simulación de las tres caídas de la marcha hacia El Calvario las espinas herían levemente su cabeza cuando eran tocadas por el pesado madero, se retiraron del lugar considerando que la broma había llegado demasiado lejos. Pero el joven soportó con valentía lo que se le había designado como un honor.
Finalmente la procesión llegó hasta el lugar considerado como el “Gólgota” de Gualanday, donde se llevaría a cabo la crucifixión tanto de Jesús como de sus dos compañeros. A los ladrones los amarraron simbólicamente a lado y lado de donde se encontraba el protagonista de la ceremonia. Cada uno se encontraba de pié y con su respectiva cruz pegada a sus espaldas, diciendo el parlamento que tanto se había ensayado, mientras que algunos de los personajes disfrazados de soldados y “saca-tierras” en mano habrían un hoyo a los pies de Jesús. Su cruz, considerablemente más alta que las de sus vecinos, iba a ser literalmente clavada, según se podía apreciar.
A pesar de que la broma había sido cuidadosamente planeada, a este punto ya las dudas tenían que haberse disipado. Pero no sucedió así. Ni Jesús se rindió ni ocurrió nada anormal. Después de la tortura propinada al muchacho, Gualanday continuaba con las mismas (e incluso más) dudas que al principio. Fue en ese momento de total desconcierto general cuando apareció un niño llevando en sus manos un talego de cuero que entregó a uno de los verdugos, quien al mirar al interior pareció asombrarse profundamente y vaciló unos instantes mirando hacia uno y otro de los que habían planeado un espectáculo que ahora indiscutiblemente se les había salido de las manos. Pero algunos de los participantes de la siniestra trampa habían sido arrastrados, ya no por la decepción inicial, sino por un odio sin control comparable al que se despierta en las revueltas estudiantiles entre policías y universitarios, entre hinchas de equipos de fútbol, en el hombre que golpea a una mujer o en el asesino que mata no de un disparo o una puñalada, sino de varios o varias. Fue así como sin consultar con nadie, un decidido soldado arrebató el talego de la mano dudosa del verdugo y sacó un enorme puntillón de acero. Parte de los espectadores gritó de terror puro, algunos huyeron, otros se quedaron boquiabiertos y paralizados por la impresión; los más decididos y prudentes trataron de impedirlo pero fueron bloqueados por otros igual de decididos y menos prudentes que portaban armas reales como machetes y puñales ocultos en las túnicas de su disfraz. El rostro de Jesús palideció súbitamente y no pudo articular palabra antes de que el soldado, con una porra en una mano y el puntillón en la otra, clavara la muñeca del muchacho con sólo tres golpes secos y violentos a uno de los brazos de la cruz. Jesús evidenció el dolor con un grito desgarrador, pero en pocos minutos tenía tres clavos atravesando sus extremidades: uno en cada muñeca y otro más en sus dos pies; los cuales lo tenían fijo en su cruz, la que se elevaba ahora verticalmente para ser introducida en el hueco que se había cavado. En ese momento se sintió un temblor de tierra. Era normal, como los que los habitantes de Gualanday habían experimentado en diversas ocasiones, pero no podría haber sido más oportuno para aumentar el desconcierto de unos y otros.
Ante tremendo espectáculo, los dos ladrones “crucificados” a derecha e izquierda de Jesús lograron soltarse de sus ataduras; y confundidos e indecisos ante ayudar a Jesús y arriesgarse al castigo de los que lo odiaban o demostrar indiferencia y arriesgarse a un castigo divino o a un eterno remordimiento, se desmayaron casi al tiempo, siendo socorridos por sus familiares.
Finalmente uno a uno de los pocos que quedaban allí, con expresiones de preocupación y hasta tristeza en los rostros, fueron abandonando el lugar. Jesús, el hijo de José, el carpintero, había sido abandonado en un extremo de Gualanday cercano al cementerio y sólo atinaba a observar el atardecer desde lo alto del madero con más asombro que miedo, con más resignación que rabia, con más paciencia que dolor; mientras su sangre se deslizaba por la rústica madera y una sensación de frío se apoderaba de si. Se sintió más sólo que asesinado, observando como las personas se dirigían despacio de vuelta al centro del pueblo y sin siquiera girar sus cabezas para darle la opción de identificar algo en sus miradas.
Esa noche algo tuvo que hacer que muchos de los habitantes de Gualanday reaccionaran, tal vez sus propias pesadillas o el hecho de amanecer con los pensamientos más claros, pero con los primeros cantos de los gallos, una multitud salió de sus hogares y se congregó con más dudas incluso que los días anteriores ante la cruz de los cuarenta kilogramos. Estaba totalmente vacía, apenas con los chorros de sangre seca en sus puntas y los clavos también ensangrentados a su lado. De la misma forma que el día anterior, pero con una incertidumbre y una inseguridad que los volvería locos con el tiempo, uno a uno, en silencio, fueron retornando a sus hogares.
Los pocos habitantes de Gualanday que no fueron partícipes del hecho comentan diversos desenlaces. Unos afirman haber visto cómo el chofer de Jesús se enteró de lo sucedido y rescató de la cruz a sus jefe, aún agonizante, para llevarlo lejos de Gualanday donde sería atendido por los mejores médicos. Otros aseguran que los mismos asesinos del muchacho esperaron de lejos a que muriera desangrado para bajar el cuerpo y enterrarlo en algún lugar desconocido y se deshicieron de alguna forma no menos sana del chofer y su vehiculo. La versión restante, sostenida por los más devotos, predica que Jesús resucitó por segunda vez en Gualanday, pero esta vez lo hizo directamente desde la cruz, decepcionado profundamente de las almas a las que por segunda vez salvó de sus pecados con su propia vida, y a quienes no les sirvió de nada haber mantenido por tanto tiempo el recuerdo de lo sucedido hace dos mil años en un lugar muy lejano.
Como suele ocurrir en muchos otros relatos y sucesos, cuentos e historias; nunca se sabrá el verdadero final de lo que acá se narra. Lo único que resta entonces es reducir lo que pudo haber sido a dos posibilidades, discutidas aún en las tardes de lluvia por los viejos de Gaualanday. Si ese muchacho no era el Mesías, a lo mejor mereció lo que le sucedió (fuese lo que fuese) por haber jugado con las creencias de un pueblo. Y si ese muchacho realmente era el Mesías… que El Padre perdone a los habitantes de Gualanday, ya no por no saber lo que hacían, sino por creer saber lo que hacían.
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