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Inicio / Cuenteros Locales / arin / Casa Tomada (versión de Señor G)

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Ocurrió a esa hora del día en que todo parece que se acaba y uno no sabe demasiado bien si sentirse triste y pretextar mal tiempo para todo, ese preciso momento del día en que el aburrimiento sube por las paredes como un insecto invasor que perturba el sueño a media noche. Aunque, en la práctica, siempre era demasiado tarde para Señor G, incluso para cazar insectos y no dormir a media noche. Cada mañana despertaba sistemáticamente a las 9.30, pero hasta entonces, cada noche el silencio. A veces, el universo es un lugar vacío y cruel. A Señor G no le importaba el universo, ni el símbolo de Iluminati en los billetes de un dólar, tampoco los secretos y las mentiras, no le importaban las alarmantes predicciones del hombre del tiempo, ni que las canciones arrojaran palabras contra él como cristales rotos:

"Señor G, Señor G
lo intenta con ganas
al pensar que mañana
hará lo que no hizo ayer.

Y él: Es que es tarde,
es que es demasiado tarde,
es que es tarde,
que le voy a hacer."

Alguien llamó a la puerta. Señor G se acercó lentamente a la entrada, en sigilo, como un animal maligno. Pegó la oreja a la fría superficie de la puerta. Silencio. Quería tragar saliva, pero se contuvo sin hacer el más mínimo ruido, paralizado. Tras unos minutos de espera muda, cerciorándose de que ya no había nadie al otro lado, se armó de valor e hizo girar el picaporte suavemente. Al abrir la puerta le sorprendió descubrir un presente sobre el felpudo. Se trataba de un pescado fresco envuelto en un bonito lazo rojo a modo de regalo. Aún movía tibiamente la cola, agonizante. Era de una envergadura considerable, al menos medía tres palmos. Lo recogió, volvió al salón y lo dejó encima de la mesa. La siguiente media hora la pasó sentado en una silla, con la espalda rígida, sin quitarle los ojos de encima al animal moribundo. Lo contempló deshincharse como un globo hasta perder totalmente la vida y le pareció un espectáculo tan dulce que creyó rozar la felicidad en algún momento inexacto, pero entonces volvió a sonar el timbre. Esta vez Señor G corrió apresurado hacia la mirilla de la puerta principal sin pensarlo dos veces. Y nada. Nadie detrás. Abrió la puerta bruscamente y encontró un violín. No supo que hacer con él. Guardaba un gran respeto por la música pero nunca le gustaron lo más mínimo los violines, quizás demasiada torpeza de por medio, o demasiada curva, quizás recuerdos o historias inconclusas, así que lo guardó en el desván junto a todas aquellas cosas que algún día sirvieron para algo, en su matadero clandestino.

Los regalos fueron llegando progresivamente, en intervalos de tiempo irregulares, imposibles de predecir pero constantes, con lo que Señor G empezó a impacientarse por no poder descubrir al autor de tan absurda parodia. Después de todo, era un hombre ocupado pero con un gran sentido del humor. Llegó una gallina desplumada, un ovillo de hilo turquesa, cuatro rosas amarillas, una olla express y hasta un piano de cola. Todo se acumulaba de forma absurda. Señor G se desesperaba por colocar todos aquellos trastos en cada rincón de la casa de la forma más eficiente y rápida posible, al puro estilo tetris, pero los bultos ya llegaban al techo y atravesar el pasillo se había convertido en una odisea imposible. Más tarde llegaron unos zapatos rotos, una polea enganchada a un pollo de goma, un paracaídas viejo, rocas mojadas (de alguna playa desconocida), calcetines de lana, una ballena varada, un paraguas verde, un topo, un tanque de la Segunda Guerra Mundial, una toalla galáctica, una caja registradora, un transbordador aéreo... era una lista infinita. Algunos pensarán que miento e intentarán convencerme de que el espacio es limitado (y posiblemente sean ingenieros o acomodadores). Otros se estarán preguntando por las bastas dimensiones del apartamento de Señor G. Y es que Señor G vivía en un pequeño piso del Raval, de aquellos en los que hay que cocinar los huevos vigilando que el aceite no salpique la almohada de la cama. Señor G pensó que resultaría grosero rechazar un regalo, así que sólo pudo romper las leyes de la física y almacenar de forma óptima un inventario de objetos tan largo como inútil. Sin embargo, siempre llega un momento (incluso en las peores historias de ficción) en que las farsas imposibles se agotan y las escenas absurdas terminan, así que el Señor G y el lector tuvieron que admitir lo admisible y la locura llegó a su fin por razones logísticas y ya no quedó espacio para nada más.

Volvió a sonar el timbre. El movimiento había quedado reducido a medio metro. Abrió la puerta pero esta golpeó contra una réplica en mármol de algún dios griego que había llegado unas horas antes sin disponer de ningún otro lugar donde caer muerto. Intentó asomar la cabeza por la brecha que quedaba entreabierta pero el hueco no era suficientemente ancho. Cerró la puerta vencido y abrió bien el ojo izquierdo frente a la mirilla. ¡Había a una mujer al otro lado! Era hermosa, su piel era fina y blanquecina, el pelo oscuro, los ojos cálidos, pestañas largas. La forma de su cuerpo era casi infantil y se acariciaba la muñeca envolviéndola con los dedos, con ternura, dejando entrever vagamente la palma de la mano, pálida y dulce. Señor G tenía "flores o peces en el estómago, movimientos vivos". Un rojo cálido subió por sus mejillas. Nervioso intentó abrir la puerta de nuevo pero esta golpeó repetidas veces el terrible y cruel mármol del divino Eleuterio. A señor G se le humedecieron las manos, lanzaba miradas intermitentes por la mirilla para asegurarse de que ella no se había marchado. Sonaban las campanas, a lo lejos, como indicio de un final o como humo de un incendio. Ella hizo un gesto para acercarse y separó los labios cómo quien emprende pacientemente el esfuerzo de comunicar algo importante. Él descansó exhausto la cabeza sobre la puerta y pronto se escuchó un susurro seco y débil:

- Nunca podrás amar, porque cuando crees que das en realidad estas tomando.

Le cogió desprevenido, tuvo que soltar una bocanada repentina de aliento para amortiguar el golpe. El pánico se instaló en su mandíbula. Se volvió en un fallido intento de fuga de sí mismo y encontró la casa completamente vacía. Luego se echo a reír.

"Señor G, Señor G
lo intenta con ganas
al pensar que mañana
hará lo que no hizo ayer.

Pero otra vez , Señor G
pretexta el mal tiempo,
el aburrimiento
o que no se encuentra bien.

Y dice: Es que es tarde,
es que es demasiado tarde,
es que es tarde,
que le voy a hacer.

Cada vez, Señor G,
que logre zafarse
de un nuevo desastre
sepa que alguien le observa.

Y no lo ve, señor G?
La gente no olvida
y viejas heridas
se volverán contra usted."

Texto agregado el 06-05-2011, y leído por 105 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
06-05-2011 1* LACANIANO
 
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