Apenas los separaban un par de años, sin embargo antes de entrar al salón de baile, él la espiaba a ella con auténtica devoción por entre las rendijas de la pared, que convertían sus hombros desnudos y cuello infinito en un paso de cebra; frecuentemente esta diferencia de edad se le antojaba eterna, tanto como un suspiro o un sequito de vidas pasadas.

Primordialmente él sentía esto con cada movimiento de su vientre, que despertaban sentimientos muy primitivos, -probablemente soliviantados- porque ella había traído desde Egipto un saber tan ancestral, que solo su espíritu rabiosamente sensual podía interpretar y le parecía imposible que en un pueblo diminuto como este, jamás se hubieran visto antes.

Era su profesora de baile, y ella era sin duda alguna la demostración irrefutable de que existía amistad a primera vista.

No obstante la primera vez que le clavó esa mirada felina, él tuvo que sentarse firmemente contra el espaldar para no perder el equilibrio y esperar valientemente el ataque de arquería de sus ojos verdes, pero ella no hizo concesiones y arremetió con el ejército de su sonrisa, dejándolo así rendido sobre el campo de batalla, irremediablemente conquistado.

Disfrutaba del calor en este pequeño infierno del salón de baile, como si se tratase de un paraíso personal, pues sabía que debido a su incontrovertible torpeza al bailar, él tenía una excusa perfecta para encontrarla en cualquier vuelta infructuosa, y perderse en lo oscuro de su pelo o quedar flotando por encima del compás de un estribillo sin letra. A veces mientras ella le revelaba un nuevo paso de baile, él con una ensayada premeditación se dejaba llevar a territorios desconocidos de la cintura de ella; si era necesario su profesora con primorosa dedicación permitía que las manos de él se aferraran a su cuerpo sutil, solo para aleccionarlo con sus muslos o corregirlo inclinando fijamente su cabeza, para luego súbitamente girarla y traerlo a la realidad.

Pero la casualidad no le ayudaba, él estaba plenamente seguro de que ella había estado en el mercado deleitándose de colores, con las mismas verduras, apenas unas horas antes de que el las rechazara; sin embargo nunca la veía a ella.

Gustosamente no solo habría tomado clases de baile sino que habría regresado a la escuela primaria, solo para sentir el placer de que le tomara de la mano al cruzar esa única calle larga del pueblo.

Le hastiaba esta falta de sincronía, casi nunca coincidían sus horarios y se lamentaba de una vida tan corta, para vivirla como una línea asíntota y a veces paralela, respirar en otra realidad fuera del mundo de ella. Sabía que todos en el salón de baile la deseaban y ella a ninguno quería, así que ideó una estrategia memorable, solo tuvo que fijarse en su andar felino para entender, que nadie la podría apresar, en cambio debía esperar que delicadamente se acercara a ronronear, para ofrecerle su regazo.

Así que allí está el, en el único banco frente al salón de baile, esperando con un ramo que desesperadamente se quiere marchitar bajo el sol canicular de enero.