Me llamo Esófocles, soy filosofo de profesión, pero en realidad abrasé ésta noble disciplina al ver el nombre que me pusieron mis padres; me dije entonces y para siempre Esófocles, en el futuro, debemos ser un erudito.
Y bueno aquí estoy dando un examen en la facultad. Me pasa que, resulta ser que en la realidad de todos los días, todo se remite a la antigua Grecia, y yo con este nombre, lo mejor será que me adapté a lo que es obvio debo enfrentar, ser un pensador, argentino, pero con el poder de los genios de aquella época dorada del pensamiento humano, allá en la hoy pobre Grecia, pero finalmente no he estudiado lo suficiente.
Cada vez que se menciona en voz alta mi nombre es como que un misil me rosa la espalda, pues siento que soy Sófocles que es llamado a declarar en el juicio final allá en el cielo, pero a sabiendas de que nadie comprenderá la verdad, que es una cruel situación en la que debo responder por genio siendo yo un cuasi ignorante. No pero que bha, yo voy a la sede de la facultad y esgrimo mi nombre, más, con prestancia apruebo la cátedra aunque no entienda del todo bien como viene la mano.
A pesar de que en el círculo íntimo debo aclarar esta situación no me amedrento porque todos comprenden que es más que obvio que debo ser así, que estoy cual cafetera de lata en este destino alocado por el efecto invernadero pero soy coherente con lo que me depara la vida.
Igualmente pienso que uno se debe llamar de múltiples maneras, cada una de ellas respondiendo a una metodología que resulta ser muy válida.
Pero resulta que de sobrenombre me dicen cabezón y se ha hecho tan popular esta manera de denominarme cuando me llaman, que por suerte mi nombre ha quedado sepultado, relegado en el espacio y en el tiempo, con lo cual me siento un tanto liberado de tener que pensar y pensar.