Quizás esto no es un cuento. Quizás es solo una pequeña historia que deseo contar. No encontrarán una reflexión en ella, ni tampoco una enseñanza de vida. Yo solo narraré algo que recuerdo, un anécdota en mi memoria, una historia, que por supuesto, trata de una chica… una bella chica… bueno, se dice que la belleza es subjetiva, lo que es bello ante mis ojos puede ser una abominación ante los de alguien más. Independiente de esto, creo que era una bella chica, una dama dueña de una hermosura sobrenatural.
Era una chica astuta, coqueta, caprichosa al nivel de siempre salirse con la suya, por el método que fuera posible, haciendo inclusive berrinches cuando las cosas no salían como ella esperaba, tal como una niña de seis años, consentida a más no poder. De todas formas los berrinches eran lejanos a ser vistos, las cosas siempre salían o se hacían como ella quería. Nos tenía a todos enamorados, así que todos la consentíamos… en lo que quisiera. Uno de nosotros, de hecho, murió así. Ella era un poco loca, y una vez, aburrida quizás de las mil cosas que podía hacer durante un día de verano, tomó un arma, una pistola, y la puso en manos de uno de nosotros, y le dijo que se disparara en la cabeza, porque quería ver cómo alguien moría por esa causa… y obviamente cómo una bala salía de una cabeza y bueno, todas esas cosas extrañas. El, sin dudar ni un segundo, puso el cañón en su sien y jalando el gatillo, la bala acabó con su vida, salpicando de sangre el vestido blanco de la princesa, sonriente al ser cumplido su macabro deseo. Quizás yo también lo hubiera hecho… pero no me pidió algo así… nunca. A otro también le pidió que saltara de un acantilado, en una de las islas del trópico meridional, sobre un roquerío playero. Por lo que sé, este no murió, pero su cuerpo quedó destrozado por las filosas rocas, y las criaturas marinas le tomaron, y cosieron en el, partes de animales marinos muertos, dándole un aspecto como de sireno, pero más bizarro y monstruoso. Se le puede incluso oír recitar poemas en aquellas playas, esperando que ella vaya a verle… aún canta, aún espera… pero ella nunca volvió.
Sin embargo no es esa la historia que pretendo contar. A la chica esta, le gustaba jugar a las escondidas. Siempre era ella la que se escondía y nosotros debíamos buscarla por todo el mundo. Nunca nadie podía encontrarla… quizás por miedo, no lo sé, pero nadie lo hacía… hasta que una vez yo lo hice.
Se ocultó en unas playas de un reino lejano y misterioso, y la hallé llorando, sentada en una roca, con sus lágrimas de oro y su vestido blanco. Entonces cuando me acerqué, movió el rostro para que no le viera, pero osado, insistí. Me dijo entonces, que estaba triste. Yo pregunté por qué... ella me dijo que nadie la quería… y que por eso nadie podía encontrarla. Yo le dije que yo si… que yo si la había encontrado. Y ella sonrió. Aún recuerdo como la última gota de oro se deslizó por su mejilla, hasta evaporarse con el sol de oriente. Luego ella me tomó de la mano, y me hizo seguirla por toda la costa, corriendo y bailando. Parecía que volábamos junto a las gaviotas y las tortugas… y ella parecía tan feliz, a pesar de las lágrimas que derramó sobre el mar. Teniéndolo todo.
Era una chica caprichosa, si, eso lo sabíamos todos. Recuerdo que a veces pedía chocolate traído exclusivamente de los grandes montes del sur… y yo participé en algunas de esas expediciones. Se los llevábamos, y ella mandaba a derretirlos, luego ponía fuentes en la ciudad, fuentes de chocolate. Y aún con su vestido blanco, ella se lanzaba a la fuente y jugaba en el chocolate, lo bebía y se empapaba en el. O a veces mandaba a congelar el chocolate justo cuando salía de la fuente, y el chocolate quedaba suspendido en el aire, endurecido… era una loca de verdad.
Sin embargo, la historia más… bueno, no sabría cómo decirlo… pero fue cuando la vi una noche en el tejado de la torre más alta de los centinelas, en un viejo palacio abandonado en el desierto. Estaba sola, vestida sólo con una blusa calipso, descalza… tiritando de frío. Y me vio en la oscuridad que no era tan oscura, por las mil constelaciones que escribían su nombre en el cielo, y la luna sonrojada y partida en dos. Me dijo que nuevamente estaba triste, y soltó una nueva lágrima dorada, que iluminó todo el techo de la torre. Yo le dije que no estuviera triste, quité la lágrima de su rostro, y la lancé hacia abajo. Me preguntó si la amaba. Yo le dije que sí. Entonces, volteándose, caminó hacia la orilla de la torre e hizo un ademán de lanzarse. Me acerqué y le tomé el brazo, le pedí que por favor tuviera cuidado, que no hiciera eso. Entonces, sin previo aviso, se dio media vuelta, y me besó. En ese instante mi mente voló. Sus manos se deslizaron desde mi cabello hasta mi espalda, de mi espalda a mis brazos, continuando hasta las manos, donde mis dedos pudieron sentir como sus manos suaves y frías como el hielo huían de mi, hasta perderse en la oscuridad que poco a poco la tragaba mientras caía de la torre… aunque mis oídos no cesaban de oír sus carcajadas.
Sin pensarlo, salté tras ella, apresurándome por alcanzarla antes que el suelo la conociera. Con dificultad, tras avanzar muchos metros y tomar gran velocidad, la alcancé. Con mis brazos apegué su cuerpo al mío, la abracé con fuerza, y solo pude oír su dulce y loca risa cercana a mi oído… esperando el fin del viaje en picada. Dándole la espalda al suelo, caímos, recibiendo yo todo el impacto de la caída, amortiguándola a ella. Mis piernas quedaron quebradas, con mi brazo derecho, un par de costillas, y otras cosas que no recuerdo. Su cabeza recostada un rato en mi pecho, mientras ella tarareaba una vieja canción de amor. Pude ver su sonrisa en la oscuridad, un beso que llegó hasta mi frente, y un adiós que hasta el día de hoy recuerdo y oigo. La vi marcharse sobre las arenas, en el frío y la oscuridad del viejo y maldito desierto. Se fue riendo, cantando, danzando, dejándome allí, tirado, sin cobijo, herido en el suelo, moribundo, pero vivo.
Con el tiempo, me recuperé. Alimentado por buitres que tuvieron compasión de mí… o simplemente no les gustó mi sabor la única vez que probaron un trozo de mi brazo. Me ayudaron a sanar, a volver a caminar, y me enseñaron a comer carne putrefacta sin enfermarse… ciertas técnicas que ignoraba y que nunca pensé que existían, y menos que me serían tan útiles.
Luego volví a mis tierras… a nuestras tierras. Supe entonces que habían pasado meses desde el incidente, y que no la veían desde un último juego de escondidas. Nunca podían hallarla, pero esta vez era demasiado. Pasó otro tiempo, años incluso más tarde, y al fin, un viejo ladrón, muy buscado, mientras se ocultaba en los bosques prohibidos, la encontró.
Cuando la vi nuevamente, parecía triste… tan triste, rodeada de gotas doradas, como una uriola alrededor de su cabeza, casi un charco de oro en el que descansaba… con su vestido blanco, sola, tan triste, y tan muerta. |