Sólo la lluvia, como un agua temerosa, separaba lo sórdido de la libertad. Detrás, la jungla de su piel atravesaba el rencor de las aceras como un alma desprovista de algún rostro, etérea, mientras sólo devolvía su ajetreo sobre el vidrio, rígido y frío, que atenuaba o no, su desencanto. Y los áureos despertares se esfumaban como un soplo de lo efímero, bajo lo diminuto de sus huellas. A veces sus ojos brillaban sobre el rastro de las gotas, empecinadas en acentuar la pena, en ese temblequeo acuoso de formas y de nombres perpetuado en filamentos, otras, el sol sólo volvía a conquistar su frente enmohecida y lúgubre. Como un bosquejo incierto, el cielo destrozaba los colores que no hallaban realidad, inquieto en el correr de los insectos y los pájaros, mientras sus días empalidecían a través de los peatones, como un despojo gris atado al tiempo. Fuera, el paraíso transgredía ese sabor de sus pupilas en un leve recorrido de las cosas, imposibles de palpar, o acaso vislumbrar.
Ana Cecilia.
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