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Era domingo, y como es de público conocimiento Dios descansaba. Todos los domingos lo hace. Tampoco es que el resto de la semana trabaje arduamente, pero la historia marca que ese día el Supremo se relaja en su sillón de nubes y se dispone a observar cómo sus fieles le rinden culto en las diferentes iglesias del mundo: imponentes catedrales, acogedoras parroquias barriales y hasta pequeños reductos humildes donde se celebra la liturgia dominical.
Ya hacía algún tiempo que Dios estaba realmente preocupado. Era evidente la escasez de fieles que venía sufriendo con el paso del tiempo. Año tras año sus seguidores mermaban en cantidad, y en contraposición, otras religiones crecían a pasos agigantados. El mensaje que impartía su iglesia había quedado en el tiempo y lejos de las necesidades de la gente.
Necesitaba dar un golpe de timón para acercarse a su comunidad, un cambio radical. Por su cabeza pasaban las más variadas estrategias, pero ninguna lo convencía demasiado. Una de las ideas más firmes estuvo en la conformación de una comisión asesora integrada por (como era de esperar) doce de sus mejores ángeles. Ese mismo domingo el ángel San Gabriel, encargado de la comisión, le llevó a Dios un informe que habían realizado sobre la situación de los fieles y las distintas estrategias que podían implementar para poblar nuevamente y en forma masiva las iglesias.
Luego de la caída del sol, solamente una tenue luz de luna iluminaba el despacho del Creador. El ángel removió algunas nubes y se presentó ante Dios. Un Dios que para ese entonces estaba un tanto descuidado: tirado en su trono, algo entrado en kilos, con la barba desprolija, y a pesar de las creencias populares, cada vez más calvo. La realidad de su creación más “perfecta” lo tenía verdaderamente deprimido. No encontraba respuesta. En los primeros tiempos cuando la cosa se le había ido de las manos había ordenado el diluvio universal, luego había enviado a su hijo y se lo mataron. Nada parecía funcionar y se hallaba abatido. Cuando lo vio llegar al ángel, Dios se incorporó ansioso de su sillón y se dispuso a escuchar las propuestas que éste debía traerle.
- ¿Y se les ocurrió algo? - dijo el Supremo sin mediar siquiera saludo alguno.
- Por lo que estuvimos analizando llegamos a la conclusión de que teneos que empezar a implementar alguna estrategia de marketing- sugirió el ángel ante la mirada atónita de Dios-. Por ejemplo, desde comienzos del milenio otras religiones tienen programas de radio, de televisión y hasta están en internet.
Dios permanecía pensativo mientras con su mano acariciaba con suaves roces el extremo de su barba.
- Eso ya lo sé. Pero qué solución tenemos - señaló con un claro gesto de fastidio-. Concretamente, ¿se les ocurrió algo, alguna propuesta? Con la costumbre de que yo soy Dios y todopoderoso, ustedes no me dan una mano en nada. Ya estoy viejo, no tengo las mismas ganas de cuando tenía dos millones de años.
El supremo se reclinó en su sillón.
- Y bueno…no estoy seguro que vaya a funcionar, pero hace rato que venimos trabajando en una idea- replicó el ángel, mientras Dios se impacientaba cada vez más-. El tema es que creo que la propuesta iría en contra de nuestra tradición histórica.
El Creador ya estaba inquieto y algo resignado. Imaginaba que si el ángel daba tantas vueltas para exponer la idea, era porque no tenía sustento.
- Como le decía- continuó San Gabriel- creo que tenemos que ser sensacionalistas. Dejar un poco de lado las formalidades. Estuvimos pensando en hacer algo en Argentina.
- ¿En Argentina?- contestó Dios sin entender que camino tomaría la charla.
El ángel buscaba convencerlo. Sacó una hoja y una lapicera y le hacía garabatos para acompañar su discurso.
- Sí sí, en Argentina. Es un país chico, alejado de la repercusión del primer mundo y con tradición cristiana.
El desconcierto de Dios llegó a su punto más alto. Pero por otro lado, el entusiasmo que le ponía el ángel hacía darle algo de crédito.
- Bueno, ¿y?- dijo el Supremo apurándolo.
- La idea sería- siguió entusiasmado- generar una revolución en el pueblo creyente, acercar a los fieles que se alejaron de la iglesia y convertir a lo agnósticos y ateos. Desde ese foco en Argentina, extenderlo luego hacia América Latina y de allí a todos los puntos del planeta.
Dios lo miraba atraído. La promesa del ángel lo entusiasmaba, pero se entremezclaba con una sensación de desconcierto por saber cómo pensaban llevar adelante semejante empresa.
- ¿Y entonces? - preguntó Dios juntando sus dedos y moviéndolos arriba y abajo- ¿Cuál es la idea?
- Específicamente, la idea es mandar a Diego a una parroquia de Buenos Aires y que se aparezca como un santo.
Dios frunció el seño
- ¿Qué Diego? ¿De qué estás hablando? - preguntó confundido.
- Diego. Diego Maradona - afirmó el ángel con la voz un tanto entrecortada ante la expresión que había puesto Dios-. En Argentina siempre dijeron que era un enviado suyo, y desde que murió hace un par de años no dejan de montar altares por todos lados. Tenemos que aprovechar todo ese fervor popular para nuestra iglesia.
El supremo apretó los labios y elevó sus cejas. Respiró hondo. Sabía que la idea era completamente descabellada pero no por ello imposible de realizar.
- Y… ¿te parece? ¿Vos crees que funcionará?- preguntó
- Mire… - dijo el ángel retornando a su discurso persuasivo, sabiendo que Dios al menos se permitía el beneficio de la duda ante su propuesta -…creo que Diego tiene el perfil que andamos buscando: la gente lo ama en todo el mundo, no sólo en su país, cuando estuvo vivo se reveló contra esa jerarquía de la iglesia que tanto dolores de cabeza le trae y por otro lado, ya algunas personas le atribuyen milagros. ¡Es un Santo popular! - indicó fervorosamente desplegando sus alas- Hay que lograr capitalizar todo ello en nuestro beneficio. Que en vez de ser un santo popular sea un santo de nuestra iglesia.
-La idea no es mala - respondió Dios con calma moviendo su cabeza de arriba hacia abajo-. Dejame unos días para meditarlo.
El resto del domingo el Creador estuvo madurando la propuesta. Era algo que claramente iba en contra de la tradición de la religión cristiana y de seguro que la jerarquía de la iglesia no lo iba a reconocer. Pero Dios sabía que era un costo que debía aceptar. Después de todo, esa misma cúpula eclesiástica era la que había alejado a los fieles de Él.
El ángel, por su parte, se fue más que conforme de la cita. Sabía que su plan estaba empezando a concretarse. El primer paso estaba dado. Al domingo siguiente, el equipo de los ángeles, debía jugar un partido de fútbol contra la selección del cielo de los argentinos. San Gabriel era consciente que si Dios mandaba a Diego a la tierra, su equipo tendría la victoria asegurada.
El desafío se había arreglado hacía algún tiempo luego de que los ángeles, encargados de la seguridad celestial, les prohibieran a los argentinos la disputa de partidos de fútbol por incidentes reiterados. De más está decir que en el cielo no se permiten los insultos, los dichos ofensivos, ni mucho menos los golpes de puño. Y también está de más decir, que todas aquellas actitudes eran las que semana tras semana se suscitaban en los cotejos.
Por otro lado, los ángeles envidiaban profundamente los asado que los argentinos disfrutaban los fines de semana y a los que ellos no tenían acceso. Debido a que Dios no se ocupaba de las cuestiones operativas del paraíso, es que los ángeles decidieron proponer el desafío: si perdían, los argentinos volvían a tener fútbol y en cambio, si ganaban, éstos debían preparar asados para todo el coro angelical por el resto de la eternidad.
Diego, encargado del cielo argentino y capitán del equipo de fútbol, fue el primero en sacar pecho y aceptar sin dudar la propuesta de los ángeles más allá de la dificultad que el desafío implicaba. Bien sabía que éstos eran una creación más divina que la raza humana. Además, contaban con dos ventajas que resultaban decisivas a la hora de jugar al fútbol: tenían la capacidad de volar para capturar el balón en las alturas y el arquero desplegando sus alas cubría casi toda la superficie del arco.
Durante esa semana, Dios y el ángel San Gabriel ultimaron detalles para enviar a Diego a la tierra. El Supremo quería dilatar un tanto la misión. Si bien lo atraía la idea, no estaba cien por ciento convencido de que funcione. Pero el ángel, aprovechando la confianza que le tenía, insistió en la urgencia de que el argentino descendiera lo antes posible. Cegado ante la chance concreta de dar un golpe de efecto en su iglesia, Dios decidió darle el visto bueno para que ponga el plan en marcha y le mande la notificación a Diego. Aprovechando esta circunstancia, San Gabriel procuró que la fecha en que debía descender fuera el mismo día del partido. La carta que envió rezaba lo siguiente:
Estimado Diego:
A través de la presente tengo el agrado de comunicarme contigo para darte la misión divina de descender a la tierra el domingo por la tarde. Fuiste elegido para oficiar como santo y así acrecentar los seguidores de nuestra Iglesia. La tarea encomendada no admite negativa, y en caso de no hacerlo, el castigo será el fuego eterno.
Dios


El ángel le envió la misiva el mismo domingo por la mañana como para no darle tiempo a pensarlo demasiado. Fue un baldazo de agua fría. Ya hacía unos días que Diego estaba con las cosquillas en la panza que sentía antes de los grandes desafíos, tenía los botines lustrados con un toquecito de grasa como en los viejos tiempos y le había pedido a su vieja que le preparara unos fideos livianitos para comer en la previa. Todo aquello lo hacía añorar sus mejores años en la tierra.
El cotejo con los ángeles iba a ser una parada difícil, casi imposible. Diego sabía que sin él sería muy improbable que el equipo del cielo argentino obtuviera la victoria, pero la amenaza del fuego eterno era categórica. Dios ya le había perdonado muchas en la tierra y le había concedido el cielo. Tirar todo por la borda era una situación que de sólo pensarla lo angustiaba. Por otro lado, los muchachos del equipo tenían toda la confianza puesta en él. Querían volver a jugar al fútbol.
Como en la eternidad no suele haber horario, el partido se había pactado cuando el sol esté en su punto más alto. Era invierno y estaba oscureciendo temprano. El momento del partido se acercaba y el resto de equipo argentino se impacientaba ante la ausencia de su figura y capitán. Mientras tanto hacían ejercicios de precalentamiento y pateaban algunos tiros al arco. Los ángeles ya hacía rato que estaban listos y presionaban para empezar.
- Muchachos, ¿Diego va a venir?- preguntó con un tono soberbio San Gabriel al equipo argentino-. Quizá se imagino que no nos iban a poder ganar y prefirió ahorrarse el mal trago.
El flaco, volante del equipo argentino, estaba que volaba. Se tragaba los insultos para con el ángel. Sabía que cualquier improperio podría impedirle disputar el partido, y hasta inclusive, la permanencia de unos cuantos días en el purgatorio como castigo.
Cuando el sol finalmente llegó a su punto más alto, los muchachos argentinos no tuvieron más excusas para dilatar el inicio del partido y la pelota empezó a rodar sin su máxima figura. Al equipo se lo veía anímicamente devastado. Interiormente eran conscientes que sin Diego no tenían la menor chance de ganar. Después de todo era entendible, no hubo en la tierra jugador que hiciera las cosas que él hacía en una cancha de fútbol.
Por su parte, Diego seguía en su casa. Estaba paralizado. Se había quedado en su habitación con la carta en la mano y sin saber que hacer. Por su cabeza pasaban miles de conjeturas. ¿Ir a hablar con el Supremo? No iba a entender que era eso del fútbol, algo demasiado humano para un Dios. Hablar con los ángeles era otra posibilidad, pero resultaba obvio que no iban a permitirle jugar el partido. Y por otro lado estaban los muchachos, sus compatriotas. Hacía rato que venían organizando el partido: hablaban de táctica, de estrategias, planteaban jugadas preparadas. En fin, viendo como podían hacer para recuperar aquello que les alegraba la eternidad que era sencillamente patear una pelota. En la tierra había repartido tanta alegría que ahora en el cielo sentía que no podía fallarles. No podía imaginar el resto de la eternidad sin el fútbol. Fue allí, que meditando sobre eso, se le cruzó una arenga dicha por uno de los muchachos en las reuniones previas al partido, y que fue definitiva: “Hay que encontrarle una solución a esto. Tenemos que ganar sí o sí. ¡El cielo sin fútbol es como estar en el infierno!”. Esas palabras quedaron retumbando en la cabeza enrulada de Diego. Después de todo, desobedeciendo la orden de Dios se condenaba al fuego eterno, pero podía regalarle al cielo de los argentinos la posibilidad de disfrutar de la redonda eternamente. Y así fue que salió disparado desde su quietud, se calzó los timbos bien lustraditos con la grasa de vaca y enfiló corriendo para la cancha. Miró el sol y supo que era tarde, que el partido ya había empezado.
Cuando llegó estaba por terminar el primer tiempo. El marcador estaba dos a cero en contra. Un baile terrible. Los ángeles eran amplios dominadores del encuentro mientras que los argentinos no habían podido siquiera pasar la mitad de la cancha. Anímicamente estaban destrozados. La ausencia de Diego había calado duro en el ánimo argentino. El rival por su parte, tocaba de un lado para el otro, hacía circular la pelota de aquí para allá y los argentinos la veían pasar. Estaban resignados a una goleada inexorable. Cuando Diego llegó como una suerte de salvador, enloquecieron de alegría y volvieron a creer. Aunque era una empresa difícil, con el mejor jugador de la historia del fútbol entre los once, el encuentro se podía torcer a su favor. En contraposición, en el elenco angelical todos se miraban estupefactos, no podían salir del asombro. Era como si hubieran visto un fantasma con botines y pantalón corto que se aprestaba a ingresar al rectángulo de juego celestial. Tenían una sensación extraña, algo comparable con el miedo, aunque los ángeles no pudieran experimentar emociones tan propias de la raza humana.
Faltaba poco para concluir la primera mitad. Se hizo el cambió de rigor. Diego entró por un defensor en una apuesta ofensiva del equipo albiceleste. Entre tanto desconcierto que reinaba en el equipo de los ángeles, el arquero argentino sacó con un pelotazo largo buscando a su capitán y este la dominó con la rodilla, hizo dos suaves toques con su empeine para acomodarse, e impactó un fortísimo remate que se coló contra el palo. Golazo. Dos a uno. No hubo tiempo para más y el árbitro pitó el final.
En el equipo argentino reinaba el entusiasmo. La posibilidad de dar vuelta la historia con tan sólo un gol de diferencia y con Diego entre los once era más que concreta. La confianza estaba en su punto más alto. Luego de acomodar algunas cuestiones puntuales referentes a lo táctico, Diego les contó su historia para motivarlos aún más.
- Muchachos yo dejo la vida eterna, pero ustedes tienen que dar la vida. No me pueden fallar. ¡Vayamos y demos vuelta el partido! - gritó el capitán arengando a los suyos que salieron dispuestos a comerse la cancha.
Ni bien comenzó el complemento, un centro pasado que conectó el nueve de los ángeles elevándose como cinco metros se transformó en el tres a uno. Pero el entusiasmo y la confianza que tenían los argentinos parecían no mermar. Por su parte, su rival, pensando que la diferencia a menos de un tiempo era definitiva, cometió el peor pecado que puede cometer un equipo de fútbol: relajarse. Aprovechando esta circunstancia, un centro de Diego desde la izquierda, el flaco anticipa al defensor, un ángel enorme, y convierte de zurda el descuento. Tres a dos. De vuelta el empate estaba a tiro.
Promediando el segundo tiempo un trueno sacudió la tranquilidad del paraíso. Y de pronto lo inesperado: llegó Dios. Tan evidente era la ira que tenía el Supremo que una tormenta se desplegó en el paraíso. El partido continuaba y Diego lo miraba de reojo. El gesto de Dios era más que elocuente: no sacaba los ojos inyectados en furia del pequeño argentino de la casaca número diez. En eso Diego lo mira y le hace un gesto suplicándole una más. Después de todo, en la tierra se había hecho la fama de que Él es todo misericordioso y que todo lo perdona. Y aunque Diego se había mandado una grosa, el Creador le concedió una jugada más. No la podía desaprovechar, tenía que dejar al menos el partido empatado antes de que Dios lo sacara a las patadas de la cancha. Y Diego tomó la pelota detrás de la mitad del campo tras un pase corto del cinco, la pisó con la izquierda y con un solo movimiento giró y se sacó dos ángeles de encima que le hacían marca personal. Empezó a llevar la pelota con su empeine izquierdo dando suaves toques cortitos y encarando hacia el arco angelical. Salió el primer defensor y con un enganche hacia la derecha lo dejó desaireado. Se acercaba al área y el número dos, un ángel de un porte imponente, salió decidido a cortarlo y hacerle foul. Amagó a ir hacia adentro y con un toque hacia fuera se lo sacó de encima para quedar definitivamente de cara al arco. Estaba mano a mano con el arquero quien desplegó sus alas y salió a achicarle el ángulo de tiro, el argentino amagó a definir al segundo palo y se llevó la pelota con una gambeta larga. El guardameta angelical quedó derrumbado en el suelo y Diego impulsó la pelota hacia la red en lo que era el empate de la selección celestial de su país. Salió lanzado para fundirse en un abrazo inmortal de gol con sus compañeros olvidándose por un momento de todo, de Dios, de su misión en la tierra y hasta de que esa era la última pelota que su mágica zurda tocaría por el resto de los tiempos.
Mientras todos festejaban, incluso algunos lloraban de la emoción al ver semejante obra de arte, nadie se percató de que la tormenta había empezado a ceder su furia y que incluso, algunos rayitos de sol tímidamente comenzaban a caer sobre la verde gramilla del paraíso. Cuando finalmente Diego salió del tumulto de abrazos, lo miró al Supremo. Para su sorpresa y la de los ángeles que no podían entender lo que estaban viendo, Dios festejaba el gol eufóricamente. Una expresión de alegría se había posado sobre su rostro. Y no era para menos, nunca había imaginado el Creador de todas las cosas que gritar un gol, y encima semejante gol, iba a ser una sensación tan hermosa. Alguna vez alguien le había contado que era lo más parecido a un orgasmo. Hacía siglos que no sentía semejante emoción, y como era de esperar, optó por dejar a Diego en la cancha. Imaginaba que ese pequeño ser humano, que Él mismo había creado, podía seguir regalándole alegría. ¡Quería continuar gritando goles!
En los últimos minutos el partido se había vuelto un trámite reñido, muy trabado. La pelota quemaba y ningún equipo quería tenerla cerca de su arco. Los ángeles apostaban a tirar altísimos centros para que sus delanteros cabecearan, pero fallaban en la puntería. Los argentinos buscaban permanentemente a un Diego rodeado de defensores y algo golpeado por la fiereza de la marca angelical. Ya faltaba poco y los ángeles estaban más cerca de conseguir la victoria. Habían logrado imponer su juego a base de pelotazos. Los centros se llovían cada vez con más frecuencia y los argentinos no tenían respuesta para contrarrestarlos. Estaban los diez en campo propio, y sólo Diego esperaba solitario. Un rechazo largo del líbero argentino le cayó al número diez y dominó la pelota con el pecho ante la férrea marca de los centrales. Cada vez que lograba sacarse un ángel de encima otro venía a marcarlo. Cuando pudo levantar la cabeza, lo vio al flaco que había abandonado la función defensiva y se había mandado como una flecha por el andarivel derecho marcándole el pase en profundidad. Diego la picó y buscó la habilitación al vacío. El pase hubiera sido perfecto sino fuera porque el defensor se interpuso y la pelota salió disparada para arriba hacia el área angelical. El portero mansamente desplegó sus alas y saltó en busca del balón. Diego que nunca se había amedrentado frente a la fortaleza física de los ángeles, se elevó junto al arquero, con un pequeño toque lo desequilibró un poco y fue en busca del cabezazo.
Dios, entre tanto, nervioso por el trámite del encuentro, ya había dejado de ser un mero observador para trasformarse en un hincha más del elenco albiceleste. Y sobre todo de Diego, quien le había alegrado inesperadamente el domingo con la magia de su pie izquierdo. Ya se imaginaba el Creador cómo serían los domingos de aquí en más mirando el campeonato del cielo de los argentinos. Abandonaría su rutina de observar las aburridas liturgias de sus fieles en la tierra, para ver el juego más lindo jamás inventado. Nunca había pensado Dios que el hombre hubiera creado algo tan hermoso ante sus ojos. Justo Él, el Creador de todo, no había podido siquiera imaginar un deporte tan bello.
Pero todo aquello que planeaba dependía de la victoria del equipo argentino. Si los ángeles ganaban, Él no iba a poder desautorizarlos ante los hombres.
Dios que era perfecto y no tenía defectos, decidió parecerse un poco más a su creación para compartir la magia de la pelota. Entonces, fue cuando Diego se elevó con el arquero a disputar el balón que el Creador, relegando algo de su pureza, cambió la trayectoria levantando una suave brisa y haciendo parecer como que el número diez la había impactado, mientras la pelota caminaba con un inexorable destino de gol. Diego se lanzó corriendo desaforado para gritarlo. Los ángeles confundidos no entendían lo que había sucedido y protestaban airosamente contra el árbitro del encuentro. Los argentinos se abrazaban, lloraban, saltaban de alegría. Cuatro a tres a falta de segundos para que finalice el encuentro. Cuando se reanudo, sólo se hicieron dos o tres pases y el árbitro levantó las manos y señaló la mitad del campo pitando el final.
La felicidad era inconmensurable, no cabía en la eternidad tamaña satisfacción. El cielo de los argentinos volvía a tener fútbol y por el resto de la eternidad. Los jugadores se confundían en un solo abrazo. El sol no quería esconderse, cada rayo era la corona que merecían los muchachos argentinos por semejante epopeya. El paraíso fue testigo de la tarde más heroica de la eternidad.
El Supremo a un costado del campo contemplaba a su creación. Aquellos once muchachos que le habían regalado un domingo tan alegre, como hacía rato que no vivía. Se sentía en plenitud de haberlos ayudado, de haber resignado algo de su perfección para darles una mano: la mano de Dios.


Texto agregado el 29-04-2011, y leído por 160 visitantes. (0 votos)


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29-04-2011 Dicen NeweN
 
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