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Inicio / Cuenteros Locales / memin79 / EL “BUEN AMIGO”

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Aunque el miedo es algo natural en nosotros, siempre he considerado que en cierta forma y hasta cierto punto cada uno puede controlarlo, reducirlo en casos específicos, y en otros eliminarlo casi por completo. Recuerdo haber tenido miedo a la oscuridad cuando era pequeño, pero también recuerdo que en esos años pensaba que los adultos, por el hecho de ser adultos, ya no sentían miedo por esas cosas. Por eso mi miedo a la oscuridad se desvanecía casi del todo cuando estaba con un adulto. A partir de los cinco años viví en una finca con mi familia, y en la noche apenas me asomaba al corredor con la luz encendida. Me sentía protegido por estar en la casa, con luz y cerca de mis padres, pero miraba con desconfianza hacia fuera: el potrero, el cafetal, las montañas, los árboles, el cafetal del vecino…todo envuelto en una atmósfera negra, silenciosa y aparentemente tranquila. Muy diferente a como es de día a pesar de que todas las cosas fueran las mismas y puestas en el mismo sitio.

Los años pasaron y aunque persistía el miedo a imaginarme andando por ahí solo, afuera, en la noche, con el tiempo me fui atreviendo a algunas cosas. Por ejemplo, ya a los siete años me alejaba un poco de la puerta de la cocina y orinaba en el prado mientras mi mamá me esperaba para entrar. A los diez años atravesaba en compañía de una linterna los escasos 150 metros que separaban la casa de las primeras luces del pueblo, aunque pocas veces lo hice después de las ocho de la noche. Pero un día me encomendaron la especial misión de ir después de las siete, sólo (únicamente con la linterna), hasta la finca de mi abuelo, la cual en línea recta y en dirección opuesta a la del pueblo, no quedaría a más de dos cuadras si existiera un puente de esa longitud que uniera las dos lomas sobre las que se asientan las dos casas. Pero en lugar de eso, hay que bajar zigzagueando una montaña, atravesar una quebrada por un pequeño puente, y subir otra montaña por un camino que la marca diagonalmente. En aquel tiempo, para mí el tramo más tenebroso del camino, sin duda, era el de la mitad: se debía abrir una puerta metálica pesada antes de alcanzar el puente (que no es más que un planchón de concreto reforzado), lo cual tomaba su tiempo, pues ésta quedaba arrastrando sobre la tierra del suelo y se tenía que levantar para abrir y cerrar, entorpeciendo la veloz marcha que se llevaba, hasta ese punto libre de obstáculos. El hecho de disminuir bruscamente la velocidad daba lugar a que uno se pusiera a observar los alrededores, mucho más poblados de vegetación, árboles, figuras y sombras que el resto del camino. El ruido del caudal opacaba los demás ruidos, lo cual daba una sensación de vulnerabilidad, y cuando se apuntaba con la linterna hacia cualquier arbusto, este respondía proyectando su fantasmagórica sombra con diez brazos. El trayecto restante se culminaba con una desesperada carrera iniciada con una poderosa aceleración (de esas que deberían poseerse también sin miedo), llagando a alcanzarse contradictoriamente más velocidad subiendo hasta la casa del abuelo, de la que se alcanzaba bajando desde nuestra casa.

No recuerdo con certeza el motivo que me llevó a obedecer una orden de esa categoría, pero sí recuerdo que era un motivo que ameritaba mi aventura de recorrer en la noche tanta distancia, algo así como transportar un medicamento urgente para alguien que lo había olvidado, o llevar un revólver al otro lado porque se tenía el presentimiento de necesitarlo. La cuestión es que yo ya era casi un adulto, al menos lo era ya para mis hermanos menores, a los que les llevaba siete años, por lo cual se suponía que el miedo que experimentaba a medida que crecía era cada vez menor. Se suponía; porque ese, mi primer enfrentamiento con la noche rural, fue una pesadilla. Y más aún para la personas que nos consideramos poseedoras de algo de imaginación, porque aquella de la que me sentía orgulloso en algunos momentos, fue la encargada de convertir los árboles en monstruos, los maullidos en llantos del más allá, los aleteos de los murciélagos en huidas de vampiros, las sombras en espíritus errantes, y el murmullo del agua en los rezos de las ánimas benditas. Total, motivado por el orgullo propio de la adolescencia, esa noche mi papá me vio partir como un valiente: con mi linterna en la mano, con una falsa serenidad y sin vacilar un segundo; y mi abuelo me vio llegar como si hubiera visto al “Ánima Coy”: con los ojos desorbitados, jadeante y tembloroso. Cumplí mi misión, cualquiera que fuera, pero esa noche dormí en casa de mi abuelo.

Como era de esperarse: demostré que podía hacerlo una vez, en la casa lo comprendieron, y no se les hizo difícil contar conmigo para las encomiendas nocturnas de ahí en adelante. Años después seguía sintiendo algo de miedo, pero ya lo dominaba y no me negaba a cualquier actividad que implicara andar en la noche por las veredas.

Una tarde fría de Octubre iba yo por el camino que me enseñó a combatir el miedo, de la casa de mi abuelo a la de mis padres. No era de noche aún, pero ya estaba oscureciendo, y tenía la certeza de que el miedo que sentía provenía de mi consciencia: había discutido agresivamente con mi abuelo y me sentía culpable por intolerar e irrespetar en esos momentos a aquel viejo sabio y tierno que nos sentaba en sus piernas durante cada tarde de nuestra niñez y nos cobijaba con su inmensa ruana mientras narraba historias de “La Mancarita”, “El Umba” y “La Llorona”; recitaba sus poesías y cantaba nostálgicas tonadas. Yo sabía que mi abuelo estaba arrepentido de lo que había pronunciado minutos antes: “se le va a aparecer El Diablo por altanero”, y que su inconsciente sentencia era solo producto de la ira temporal. Trataba de apaciguarme pensando: “lo que no se desea en realidad no tiene por qué cumplirse”…pero mi abuelo no era ningún mentiroso. Entre tantas cavilaciones llegué al puente sin notarlo. Estaba ya algo oscuro; y mirando el suelo, arrepentido pero todavía con rabia, crucé el puente. Abrí la puerta aún caída y le cerré algo nervioso. Si no se me hubiese ocurrido pasear la vista por la espesura de los alrededores, pues sentía que me observaban, a lo mejor no hubiera notado la presencia de aquel hombre camuflado entre los bejucos que me miraba con seriedad. Estaba quieto, a un lado del camino como queriendo darme paso, montado en un enorme caballo negro. Lucía sombrero, bigote finamente elaborado, capa y altas botas, negro todo el conjunto. Mi palidez tuvo que ser apreciada por él con satisfacción, lo mismo que mi reacción poco usual: paré, vacilé, dudé en un instante entre devolverme o seguir, lo miré con la boca abierta y me bloqueé por completo. No sé cuanto tiempo estuve, mirando en su dirección, completamente paralizado y cegado por un blanco que me nubló el cerebro, hasta que el corazón empezó a latir de nuevo y la sangre circulante oxigenó mis pensamientos. Recordé en un instante las palabras de mi amigo Alejandro cuando vivía: “Cuando a uno se le aparece El Diablo, no debe asustarse, simplemente debe saludarlo llamándolo Buen Amigo”. No sé cómo, lo miré directamente a los ojos y lo dije…aunque tuve que repetirlo para que se entendiera:
-“Buenas tardes…Buen Amigo”-. Él no contestó nada, ni con su voz ni con su expresión, pero tampoco movió un dedo para atacarme. Su mirada era de reprobación, de reproche silencioso, de “eso estuvo mal hecho”... y yo seguí mi camino poniendo en práctica la segunda parte del consejo de Alejo: “…y por ningún motivo se voltee a mirar cuando haya pasado”.

En la casa me notaron descompuesto cuando llegué, pero ni ellos preguntaron ni yo les conté. Sabía que lo pondrían en duda, que imaginarían que lo imaginé…además es una historia trillada. Pero como sucede con cualquier episodio fantástico: el tiempo lo cubre con el polvo del olvido. Nunca saqué el momento de mi memoria, pero sí recuperé la confianza para caminar por las noches.

Años después se lo conté a mi abuelo, y él, por supuesto me creyó. Desde ese entonces, me he cruzado en los caminos con el oscuro personaje unas cuantas veces más, pero en condiciones distintas: mi miedo es menor cada vez que lo veo, mi conciencia no está intranquila todas las veces que me lo topo y su expresión es cada vez más…se podría decir…amable. Una ocasión me contestó el saludo levantando una de sus cejas. En otra se alzó cordialmente el sombrero. La última vez creo que intentó un esbozo de sonrisa… Ignoro por qué se frecuentar tanto en esos caminos y cuál el sentido de sus actos. Pienso que debe sentirse sólo. Me parece irónico que mientras más me sienta en armonía con la vida, con la naturaleza, con los demás…más seguido me cruzo con él. Es como si en ocasiones cada uno, andando por el mundo y con intenciones opuestas, tuviera unos segundos de respeto por el oficio del otro. Es como si él temiera un poco al día como yo a la noche, y por eso coincidiéramos en el límite del atardecer. Y en algunos de tantos momentos de reflexión que hoy me permito, como hombre y como el sacerdote que he llegado a ser, recordando mi propia experiencia y la de los abuelos y campesinos que narran historias similares, pienso en la posibilidad de que él, El Diablo, no sea más que la faceta represiva de Dios.










Texto agregado el 29-04-2011, y leído por 290 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
29-04-2011 memin pingüín, memin pngín, es el negroide travesoide, el buen amigo, dala la mano amiga a tu amigo, ty aqui tengo un higo y aquí un boñigo para mi amigo, jaj,ja,ja eh? jodio, eh? marxtuein
29-04-2011 Buen cuento. En el último párrafo das con la tecla: pienso que el Diablo no es más que un disfraz que adopta Dios cuando debe hacer una tarea non sancta. Salú. leobrizuela
29-04-2011 Lo mismo digo EXELENTE!!! serotonina
29-04-2011 Excelente cuento con una profunda reflexión, trataré de no olvidar esa forma de saludar al "buen amigo", nunca se sabe si algún día me lo cruzo por ahí. loretopaz
 
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