La noche ha sido fría, muy fría. El invierno está siendo especialmente cruel con la ciudad. Los cortes de luz y la escasez en el suministro de gas no facilitan las cosas.
En su casa, extramuros, un hombre intenta afeitarse frente a los restos de un espejo. El resplandor de los focos, que se cuela por la ventana, hace vibrar de manera sospechosa las sombras de la habitación.
Apenas puede abrir los ojos, ha pasado mala noche. Los ruidos de las sirenas no le han dejado conciliar el sueño, aunque por otra parte, no anhelaba quedarse dormido, pues de nuevo, surgirían las pesadillas.
Tiene que despejar su mente, pronto vendrá a buscarle una patrulla y, desde allí, llevarle hasta el centro de interrogatorios.
Un día más, piensa, un día más que presta sus servicios al invasor. Hay quien le ve como a un traidor, pero… ¿Acaso hay otra forma de subsistir?
Quizás éste sea el momento más duro del día, porque, una vez metido en “su trabajo”, se olvida que en otro tiempo, no hace mucho, sus conocimientos servían para algo muy distinto. Echa de menos su vida en la Universidad, los paseos por el campus, las animadas conversaciones de sus colegas de cátedra, los nervios de sus alumnos por los exámenes finales… Si pudiera cambiar su vida… si hubiera podido elegir…
Sin darse cuenta ha golpeado un frasco, y al caer ha dejado derramar parte de su líquido. Un intenso olor a rosas invade el cuarto de baño. Es el perfume de Sahar. ¡Ah! La dulce Sahar.
Cuando recuerda a su mujer se estremece, un inmenso vacío se apodera de él, y un sentimiento de rabia e impotencia le provocan un tic en el labio superior.
Se mira en el espejo y evoca la esencia que emanaba de su cuerpo, su larga melena acariciándole, su dulce quejido entre las sábanas.
¿Por qué? ¿Por qué a ella? ¿Por qué a sus hijos? Sabe que es uno entre cientos, entre miles de personas que han perdido a sus seres queridos, pero no es consuelo para él. Daños colaterales, así lo clasificó el informe oficial que le remitieron después de que un avión les bombardeaba mientras huían. Les habían confundido con insurgentes. Pero, ¿Cómo habrían de confundirles? los camiones que les evacuaban llevaban el techo pintado con la media luna roja. Imposible no verlo.
Golpea el lavabo y la cuchilla se le clava en la mano provocándole un profundo corte. Corre a ponerse algo que le tapone la herida. Cuando vengan a buscarle no debe dejarse ver así, abatido, derrotado… sin futuro, piensa.
Echa de menos las risas de sus hijos. Las mañanas soleadas en que salían a jugar al jardín de casa, hoy convertido en un erial.
No puede más, ha llegado el momento, piensa. ¿Para qué seguir? Muchas veces se lo habían pedido, pero no estaba preparado.
Sale del cuarto de baño y se dirige a la habitación que ha intentado mantener dentro del caos. Sobre la cama descansan sus pantalones, su camisa, con alguna que otra arruga, y el chaleco. Nunca antes se lo ha puesto, ha estado en el armario esperando este día. No tiene nada que temer, posiblemente los soldados que envíen a buscarle no le habrán visto nunca, no conocen sus costumbres. Además a los intérpretes nunca les cachean.
Se sube los pantalones, se abotona la camisa, se calza las botas y, por último se ajusta el chaleco, comprueba que todo está en orden, aunque duda si ponerse un jersey sobre la camisa, hace frío y él siente mucho frío.
Echa un último vistazo a su indumentaria y se sienta frente a la ventana a esperar.
En este momento le gustaría ser un hombre religioso, encomendarse a Dios, pero no puede, hace mucho tiempo que dejó de ir a la mezquita, ¿Qué podría decirle a un Dios que permite semejante barbarie? ¿ Sabe de muchos jóvenes que, en momentos así, rezan o leen el libro sagrado. ¡Como les envidia! Él tan sólo quiere volver a Sahar, volver a sus risas, a su perfume, volver a sus caricias. Comprueba una vez más que todo está en orden, toca su chaleco y detecta el botón que accionará la bomba. Le dijeron que sería fácil, que tan sólo debía introducir su mano, que ahora lleva vendada, y accionar el dispositivo.
Oye el sonido de un coche, se levanta, sale al encuentro de los soldados, que le reciben con saludo militar, y sube al jeep dejando caer la cabeza sobre el respaldo.
El amanecer trae los sonidos de la ciudad, se cruzan con camiones, con bicicletas, con algún que otro vendedor ambulante. Son veinte minutos desde su casa hasta la base militar. Se siente tranquilo y por primera vez, desde hace meses, ve el cielo de la ciudad despejado y piensa que hoy puede ser un bonito día en Bagdad.
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