Julio Cavalesi Rondon, el catedrático ateo más reputado de la universidad de Gelsmin, era uno de los pocos que en sus conferencias garantizaba lleno absoluto. ¿Qué lo hacía tan atractivo? Sus sarcásticos comentarios sobre el clero. Hablaba de antropología física, neodarwinismo y religión.
En su última presentación mostró unos huesitos encontrados en la cueva de Loccuo, donde un cardenal jamás habría entrado, señaló, porque no había inscripciones latinas ni amplias escaleras para recibirlo. Debido a su posición y estado de conservación, continuó Cavalesi, se puede inferir que 2,3 millones de años atrás un homínido confeccionó sofisticadas armas para cazar de manera organizada y sistemática, siendo su método casi tan efectivo como el de los santos inquisidores.
Una vez terminada su charla, el profesor se cubría con un largo abrigo negro, se encajaba un sombrero marrón y recogía sus apuntes. Con la cabeza gacha y sin atender a nadie, salía caminando apresuradamente en dirección a la calle.
Una vez cruzado el umbral del gran portón de la universidad, el pedagogo sufría un cambio radical. Ya no era erudito ni respetable. El honorable profesor se convertía en un bohemio disoluto.
Gustaba de cantinas, tugurios, garitos, lupanares. Se internaba en el bajo mundo como un roedor en las cloacas, y se codeaba con traficantes, prostitutas y borrachos. En esos lugares desplegaba toda su afición por el juego y las apuestas. Pero tenía pocos amigos. La mayoría de las veces se lo veía solo. Después de una primera partida, no había muchos jugadores que quisieran sentarse a rivalizar con él. Su mal carácter, su poca tolerancia a la derrota, sus trucos y su revólver bajo el abrigo eran poderosos disuasivos.
Una noche, luego de disertar sobre las mediciones biométricas, como de costumbre se sumergió en los barrios bajos. Entró en un boliche llamado “La Escuela”, antro en el que se aprendía a robar, estafar e insultar como en ningún otro. Ni el más insensato habría llevado a sus hijos allí. Se sentó en un rincón apartado, sacó el mazo de cartas de su bolsillo, las puso sobre la mesa y pidió un whisky doble.
Los parroquianos seguían, aparentemente, inmersos en sus conversaciones sin preocuparse del recién llegado.
Mientras el profesor Julio estudiaba un par de senos alicaídos y sorbía su vaso de whisky, se asomó un joven en la puerta, echó un vistazo general y entró. En el mesón pidió un corto de aguardiente y se lo bebió de un sorbo. Pidió otro y con el vaso en la mano se dirigió a la mesa del profesor. Se sentó, tomó los naipes y sin mediar conversación empezó a repartirlos.
Jugaban como si estuvieran solos en el mundo.
-Dame dos -dijo el profesor, después de estar pensando unos minutos. Tomó las cartas. Las miró y frunció el ceño. Una mezcla de rabia e incredulidad desdibujó su rostro. Suerte de principiante, dijo. Tiró los naipes sobre la mesa y se echó atrás vaciando su copa.
-Espero que cumplas tu promesa, papá.
El joven lo miró fijo, se levantó y se fue, dejando sus cartas ganadoras frente a su incrédulo progenitor. El profesor pestañaba, aturdido. Al rato volvió los ojos hacia la ventana, por donde ya se distinguía la delgada silueta de su hijo. Con los dientes apretados murmuró:
- ¡Mierda!, ¡mañana tendré que ir a la iglesia!
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