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MATE AL AMOR

(Para ser olvidado...)

Hubo una vez un rey, hubo una vez una reina, de dos reinos que existían bajo un mismo cielo. Para su desgracia ese cielo era más frecuentado por halcones que por palomas, así que malvivían entre treguas. De tez negra era el pueblo del rey, blancos y rubios los súbditos de la reina. Ocurrió que entre reyertas, venganzas y rencores nació la planta de la locura. El amor creció entre los monarcas con tanta intensidad como se odiaban sus pueblos. Las raíces de este sin sentido brotaban desde la más tierna infancia, en un campo solitario junto a un río. Allí un niño le regaló una rosa a una niña, y la niña le respondió a su amor con un beso. Esa niña fue reina, ese niño fue rey y sus pueblos habían sido y fueron enemigos para siempre. El reino de Selene buscó fortalecerse con nuevas alianzas. Evellón prosperó con la boda de su reina. El reino de Amadis debía asegurar la sucesión al trono. Málrock celebró el matrimonio de su rey.
Hoy como tantas otras noches empezaba el juego de la guerra. Un juego camuflado entre deliciosos manjares, música, cava y vino. Vestidos caros y círculos de rumores alrededor de un salón de baile. Era una fiesta. Reyes, ladrones y mercenarios eran los invitados. Un gran acontecimiento donde los diplomáticos cerraban acuerdos de paz, mientras los generales renovaban su armamento. Evellon y Málrock estaban en paz gracias a Selene y Amadis. Pero diez años de tregua daban muchos motivos para volver a la guerra, así que la esperanza de una paz duradera solo se mantenía por la cordura de sus dirigentes. No sólo porque su amor les impidiera luchar el uno contra el otro, sino porque los dos sabían que sus pueblos sólo prosperarían si había paz. Pero... el destino es tan irremediable como las frías leyes de la lógica.
Amadis no podía quitársela de la cabeza, ni de los ojos. Ella era preciosa. Sus cabellos dorados le deslumbraban y sus ojos azules le fascinaban. Parecía tan delicada su piel, tan hermosa como el marfil puro. Y sus labios rojizos eran pétalos maduros que le hacían arder de deseo. Cómo no soñar con su cuerpo, ni sentirse excitado por sus movimientos suaves, por sus miradas furtivas. Cuando la sonrisa invadía el rostro de su ángel, la luz que se desprendía era tan hermosa como el atardecer sobre la estepa nevada. ¿Cómo evitar amarla?
Selene se había fijado en él desde que llegó. Su corazón ardía, mientras sus ojos le evitaban. Soñaba con perderse entre su piel morena, deseaba abrazarle con fuerza y besar su boca. Los mismos labios que le habían jurado amor. Los mismos ojos marrones que ella jamás olvidaría. Se sentía observada con un descaro imprudente; perseguida en secreto por toda la sala; desnuda en la pupila de su amado. Pero su marido estaba al lado. ¡Maldita sea había tanto en juego! Y no podía evitar sentirse vergonzosamente excitada, como una chiquilla de nueve años a la que le regalaban una rosa y vivía su primer beso.
Todo había ido mal. El destino, modesto y sereno como una ecuación volvía a triunfar. Selene deseaba morir. Su marido había tenido un ataque de celos. Amadis había sido demasiado temerario. La discusión había empezado con palabras y había terminado con acero. Espadas desenvainadas y la sangre de su marido vertida. Pero el infortunio quiso que la sangre se derramara del brazo y no del corazón. La guerra volvía a ser inevitable. Ella era la soberana de su pueblo, más que eso, ella era su pueblo. No podía tolerar otra matanza, otra sangría que volvería a sumir a su gente en la desesperación. Su marido estaba loco, pero ella no. Ya había vivido otras guerras. Los ojos inundados de una chiquilla, asaltaban su recuerdo. Esa chiquilla no pudo salvar a sus padres de la muerte. Tras ella decenas de muertos, cientos de heridos y miles de ilusiones convertidas en ceniza; sólo para ganar un palmo de terreno. Selene, al igual que su recuerdo empapó sus ojos. Fuego, ira, sangre, miedo... atravesaron como fugaces estrellas los surcos de su cara. Ahora sólo cabía pensar en como evitar la guerra. La muerte de su marido convertiría al aliado más valioso de su reino en un posible enemigo. Sólo había una posibilidad, sencilla y atroz como el frío hiriente de la razón. Málrock, el reino de Amadis, era un gran pueblo formado por muchas tribus diferentes. El prestigio y el poder de la casa real era lo que realmente unía la sangre de todas sus gentes en una sola corona. Sólo los miembros de la casta real podían gobernar sobre todas las tribus. La guerra y las enfermedades habían hecho a Amadis el único heredero, sin descendencia. Si murie... ya no lloraba, la reflexión había secado sus lágrimas. Un alarido de dolor quebró su garganta. Una mueca atroz desfiguró su cara. Después solo silencio. La única manera de detener la guerra era ganarla antes de que comenzara. Escribiría la carta y se la daría a su doncella. El sádico destino estaba jugando con ella.
Amadis explotó con una risa incontrolable, y por segundos se sintió tan feliz que no podía controlar sus movimientos. La carta era de su Selene. Uno de sus pajes la había recibido de una de las doncellas de su amada. ¡Qué importaba la guerra! ¡Qué importaba su pueblo!... Ella le quería.
Amadis dejó caer la carta y comenzó a saltar y reír por la habitación. Mientras, su consejero y fiel amigo Berno leyó la nota. Cuando Berno la soltó, Amadis le cogió de la cintura y saludándole con una enorme sonrisa le incitó a bailar. Pero su querido amigo estaba serio. El rey sorprendido le preguntó:
-¿Qué te pasa?- Berno sólo pudo contestar:
-No la veáis.
Sólo tres palabras y el rey adoptó una expresión severa. Discutieron amargamente, Berno intentó convencerle de que era muy arriesgado, ¿Por qué precisamente ahora Selene quería volverlo a ver? Pero sólo consiguió enfurecer a su dirigente. La mera insinuación de que Selene podía intentar tenderle una trampa hizo que Amadis cortara la conversación definitivamente. Luego dio órdenes estrictas a su consejero y amigo. Quería hablar personalmente con cinco de sus soldados más leales. Berno acató las órdenes de su amigo; ante todo era su rey. Salió resignado de la estancia. Sabía que aquella noche sería especial. Hay momentos en la vida en los que mandan la calma y la planificación; y otros en los que tras mostrar las cartas los acontecimientos se precipitan. Esa noche iba a ser demasiado rápida, una auténtica locura. Sería una de esas noches que tanto odiaba y, le habían tocado malas cartas. Pero pasara lo que pasara Amadis era el único rey que había conocido por el que valía la pena morir.
Berno no estuvo en la reunión, pero supo que les ordenaría dirigirse al puente de la Tercera Milla Negra. Al otro lado les esperarían un grupo de jinetes encapuchados. Uno de ellos encendería una antorcha y la agitaría cinco veces. Ellos le imitarían y después lo acompañarían hacia el castillo. Ante todo el encapuchado tenía que llegar sano y salvo. Durante el viaje no debían hacerle ninguna pregunta. Esas fueron las órdenes y así fue como sucedió.
La luna no es romántica ni cruel. Mira indiferente a los hombres y a las hormigas, porque todos seguimos un guión. Y aunque éste se escriba y se reescriba a cada momento; al fin y al cabo es un guión, sometido a reglas de estilo, de gramática y de morfosintaxis. ¿Quién puede asegurar que las letras no sufren cuando las escribimos, o que no se alegran cuando las recitamos? ¿Cuántos crímenes esconde una frase, cuántos amores imposibles una metáfora? ¿Qué hermosas leyendas se escriben con nuestra sangre? ¿Y cuántas muertes se necesitan para poner el punto y seguido a una oración? La luna mira, la noche cae, las palabras fluyen y los destinos se entrecruzan en un camino de madera. Selene se hizo acompañar en su viaje por un grupo de hombres de confianza. A pesar de las protestas de sus soldados cruzó sola el puente. Después dio órdenes de que acamparan hasta su regreso, aunque ella bien sabía que era un viaje sin retorno. Si Amadis moría su propio corazón la condenaría a muerte. Durante el viaje, sin que lo percibieran sus acompañantes, el velo que tapaba su cara se empapó. Su tela gemía un vaho con sabor a mar. La daga que llevaba oculta se movía con vida propia, punzándole el alma con saña.
Los soldados la acompañaron hasta el pasillo que daba a las estancias del Rey. Luego como les había sido ordenado se retiraron. Selene avanzó lentamente por la alfombra y se quitó el velo mojado. El dolor todavía constreñía sus ojos y empapaba sus mejillas. Se detuvo a secarse las lágrimas, respiró hondo y se resignó. No volvería a llorar... De pronto, una sombra furtiva. Era Berno. Ninguno de los dos se extrañó. Los dos sabían que quería el otro, por eso Berno no se detuvo a consolar a su amiga. Por eso Selene no recriminó a su amigo de antaño que alargara sus manos para estrangularla. Por eso Berno no gritó cuando el acero se adentró en su carne hasta la empuñadura. Los dos cerraron los ojos, los dos murieron, pero ella siguió caminando. Todo transcurrió en una mortal y silenciosa tristeza.
Amadis esperaba con expectación su llegada. Al fin volvería a verla, al fin, aunque solo fuera por una noche... ¡Podría amarla! La espera parecía tan larga como toda una vida. Desde que la conoció, sin ella se había sentido vacío. Encerrado tras barrotes de oro y gloria que le impedían tocarla. Y cada noche, con cada sueño, se revelaba la agónica pesadilla de despertar sin su presencia. ¿Cuántas veces había sido mendigo o plebeyo para poder verla solo un minuto? ¿Cuántos riesgos para conseguir acariciarla, susurrarle su amor al oído, o dejarle un pequeño beso escrito en papel? Ella le había rechazado, había intentado que la olvidara, pero sus hermosos ojos siempre la traicionaban jurándole que todavía lo amaban.
El pomo de la puerta giró lentamente, tras ella su princesa, su reina de cabello dorado. Sus ojos oscurecidos por la tristeza partieron el corazón de Amadis. Corrió hacia ella y la acarició suavemente intentando consolarla. Sus dedos recorrieron sus mejillas con la dulzura de un pétalo de rosa. Y su mirada ardía al volverla a ver. Selene sacó la daga de su vestido e intentó... lo imposible, solo pudo besarle. Los dos cerraron los ojos y por unos segundos fueron libres. Sus labios se recorrían quemándose y sus cuerpos al fin estaban juntos, en un mismo cuarto, en un mismo abrazo. Pronto la ternura de los dos enamorados explotó en lujuria y Amadis, desbocado, recorrió con las manos el cuerpo de Selene, hasta que... un filo agudo y frío cortó su mano. Mientras se miraba la mano, las gotas de sangre que perdió le desangraron el alma. El destino había vuelto a jugar en contra de la pareja. ¿Una daga? ¿Berno tenía razón? ¿Ella quería ma...? ¿No le amaba?
Selene abrió los ojos y vio la sangre de Amadis. Tiró el cuchillo. El horror y la culpa la golpearon. Quiso abrazarlo y explicárselo todo, pero el dolor de su amante era insoportable, las ideas golpeaban su cabeza como un torbellino y la fría verdad de la lógica le susurraba al oído su aterradora conclusión, la única que podía ser válida... cuando Selene intentó pronunciar la primera palabra su Rey ya había decidido el final. Sin su amor ya no le quedaba vida, aunque fuera entre barrotes de oro y gloria. Saltó por la ventana. El destino había realizado su última jugada.

La reina blanca eliminó al peón de alfil negro. Irremediablemente la dama había sido posicionada para el mortal desenlace de la partida. El rey tenía una de sus diagonales cubierta por la dama y un alfil blanco la protegía. El jugador que llevaba las piezas negras había perdido y sólo le quedaba una alternativa, reconocer su derrota. Con un resignado golpe de dedo tumbó su rey negro. Éste, por accidente, rodó por el tablero hasta alcanzar el suelo. El rey de cristal quedó despedazado en un centenar trocitos. Mientras, el jugador que usaba las piezas blancas dijo con voz seca y aburrida:
• -Jaque mate.
La partida había sido muy breve, tan sólo cuatro jugadas. El ajedrecista que llevaba las blancas había ganado con un fulminante mate pastor. Los dos contrincantes dejaron olvidado el ajedrez y decidieron bajar a la tienda para reponer la pieza que se había roto. Cuando volvieron encontraron con asombro, el cuerpo de la dama blanca fragmentado junto al cuerpo del rey negro, las partes de las dos piezas se habían esparcido por el suelo formando lo que parecían... pequeñas gotas de cristal.

FIN.

Texto agregado el 24-04-2011, y leído por 272 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
08-05-2014 5 estrellas por tu recuerdo. Saludo. loammi
14-08-2011 Un cuento propio de un libro de caballería. Me gustó el personaje de la reina, una mujer valiente que lucha por la paz de su pueblo aún en contra de sus propios intereses. No sé nada de ajedrez, ni sé lo que es un mate pastor, pero me ha gustado. Quizá un poco largo, sí. Selkis
09-08-2011 El juego de metáforas me parece muy acertado, quizás se me haga demasiado extenso y con demasiados personajes la parte figurada cuando finalizas con la parte real y todo lo anterior se muestra como lo imaginado. Revisaría también la repetición de la palabra "guerra" al principio del cuento. Egon
29-07-2011 Igual no soy objetivo, porque me encanta el ajedrez, pero me parece genial como en esas cuatro jugadas del mate pastor da para toda una historia de amor paralela. ¿Sabías que el mate más rápido se puede da en dos jugadas? walas
 
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