En algún pueblo de cierta ciudad latinoamericana estaba sentado fumando. Era domingo tal vez, no porque recuerde exactamente el día, sino porque el domingo en aquella plaza tenía características únicas: el andar lento y despreocupado de la gente, las ferias de artesanías y antigüedades, y los fieles que salían de la iglesia con la frente (y el alma) bendecida de aquel líquido untuoso que garantiza la eternidad. Lo que si estoy seguro es que era verano. El sol del mediodía y la humedad me tenían aplacado bajo esos árboles, quienes piadosos de mi calor me prestaban un poco de su sombra. Y aunque mi memoria se debilita ante la fecha, creo poder afirmar que no fue hace mucho, a pesar que las características de aquel pueblo me generaban cierta nostalgia de épocas ya vividas. Era como si cada detalle estuviera marcado por el tiempo, como si el reloj se hubiese encaprichado ante la modernidad y detenido hace cuarenta años atrás o tal vez, como si alguien le hubiera sacado las baterías.
Promediando la tarde se me acercó una señora, mientras yo tomaba mate y leía hipnotizado un libro de cuentos que me tenía atrapado en la telaraña de sus historias. Aquella mujer de tercera edad, con mirada profunda, arrugas de vida y de pobreza digna se presentó diciendo que se llamaba Marta y se me arrimó. Atraído por el aura de la señora escapé del hechizo de la lectura y me dispuse a escucharla.
- Hoy vengo a pedirte si me podés ayudar con una moneda para comprar algo de comida- solicitó amablemente.
- Vine a leer a la plaza señora, no traje plata encima- me excusé dejando entrever una cierta mezcla de incomodidad y compasión.
- No hay problema mi hijo- me tranquilizó maternalmente Marta-. ¿De dónde eres querido?
- De Argentina- le indiqué.
- ¿Y estás leyendo algún autor de tu país?
- Sí, sí, a Fontanarrosa.
- Ahhh, no leí nada de él. A mí de los escritores argentinos me gusta mucho Cortázar, he leído algunos de sus cuentos y son muy buenos.
Algo confundido por el camino que había tomado la charla no lograba salir del asombro por las cosas que decía la señora.
- No leí mucho de Cortázar- dijo el muchacho intentando retornar al hilo de la charla-. Es muy bueno, es de nuestros escritores más reconocidos. Pero a mí me gusta más la escritura popular, como la de este autor. Ya que a usted le gusta leer, si me acepta yo le regalo este libro de cuentos, estoy seguro de que le va a gustar.
Con una sonrisa tierna y amable la mujer aceptó el obsequio sin decir nada. Se fue a paso lento, de domingo, buscando alguna moneda para poder comprar algo de comida o quizá, algún rincón fresco para tirarse y darle de comer, aunque más no sea, unos cuentos a su espíritu.
|