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Todos los viernes suelo sentarme acá, en el jardín de mi casa. Como si fuera una suerte de ritual nos juntamos con Adela a conversar. El atardecer, una copa de vino, algo de comer y una charla amena son el cóctel perfecto para darle la bienvenida al fin de semana.

Hoy está caluroso y nublado, como de costumbre para estas fechas. El tono grisáceo del cielo junto con los árboles que se empiezan a animar a desprenderse de sus hojas, son la muestra fehaciente de la inminente llegada del otoño. Hoy Adela me avisó que no iba a poder venir y de todas maneras me siento acá, respetando mi rutina de viernes por la tarde.

Me gusta mi soledad. Atrapada en la maraña de mis pensamientos encuentro en estos ratos una sensación de desierto que me gusta saborear. Pero son ciertos oasis de nostalgia los que perturban esta presencia conmigo misma. Cada vez que le doy un trago a este vino que debería estar degustando con mi amiga, una angustia de otros tiempos me da puñaladas de dolor en la boca del estómago. Es raro, porque esta costumbre de probar distintos vinos comenzó no hace mucho en nuestros encuentros con Adela. Antes sólo tomaba aisladamente alguna copa de anís. Por ello es paradójico que este vino me despierte estas sensaciones tan desagradables y a la vez, tan familiares. Si bien es cierto que un aroma, una canción y hasta un sabor pueden resucitar algún recuerdo, suelo intentar no evocar ninguno. Apelar a mi memoria, y sobre todo, a mi memoria emotiva suele ser por demás doloroso. No creo que haya algo en mi pasado que valga la pena ser recordado. Pero sin poder manejarlo, cada vez que arrimo la copa hacia mi nariz me acongojo y con cada trago las lágrimas dicen presentes desde un inconsciente que creía enterrado. Al mismo tiempo no puedo dejar de beber de una manera casi compulsiva.

Luego de cada llanto, como una suerte de emisario de un pasado tormentoso, un recuerdo me atrapa, luego otro y otro. Se suceden hasta con mayor vértigo que las propias lágrimas. La evocación de mi padre muerto cuando era una niña, el abandono de la escuela y el barrio que tanto amaba, de mis amigas de la infancia, el trabajo en la calle con tan sólo doce años y el recuerdo de mi madre con una botella de vino en la mano, borracha, llorando, en esta silla y en este patio, así, como yo.

Texto agregado el 22-04-2011, y leído por 107 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
22-04-2011 Realmente no se han equivocado las lágrimas. Hay una reacción corpóreo-mental que tu pluma describe con acierto. Te felicito por ponerlo en blanco y negro. peco
 
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