El kingo biloba revienta de dorados y se recorta contra el verde intenso de las ligustrinas.Es como un sol con hojas. Hojas que resisten el estricto mandato que las intima a ser,irremediablemente, amarilla alfombra.
Van cediendo de a una,de a dos ,de a tres.
Abandonan las fibrosas ramas,cayendo en lento vuelo como mariposas en el último aleteo.
Al cabo de unos días será el suelo el que mostrará en su rugosa epidermis,un entramado de oro.
Cuando llega este momento del Otoño,me resulta inevitable recalar en pensamientos que tienden a comparar esta etapa natural con la otra,que es la de mi propia vida.
Hoy no escapo de esta reiterada sensación. Seguramente como en todas las anteriores,intentaré evadirme del análisis, justificándome en la excusa de que estas comparaciones están llenas de lugares comunes,harto repetidos.
Casi sin darme cuenta,me encuentro caminando sobre el poncho vegetal tejido por las hojas secas. Seguido por mis perros avanzo entre los árboles pisando el crujiente colchón y gozando su sonido.
Acepto que para quien me vea debo parecer una patética repetición de cientos de escenas de películas francesas o miles de fotos en calendarios de cocinas.
Pero lo cierto es que estoy disfrutándolo. El otro otoño puede esperar.