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Una nube en mitad del cielo


-Pero mira que eres cabezota.
Alfredo no la mira, deja que sus palabras le rocen débilmente el lóbulo de la oreja (desde hace tiempo el discurso de su hija muere justamente allí) y continua impasible con su tarea. Está sentado en un taburete, desgranado unas vainas de guisantes frescos. Y de nuevo: pero que terco eres; al menos, piénsatelo; así es imposible razonar contigo… Y el dedo pulgar de Alfredo deslizándose por la aterciopelada hendidura, haciendo saltar de una pasada los pequeños frutos verdes que rebotan alegres en una cacerola de metal, completamente ajenos al tenso ambiente que reina en la estancia.
Se trata de una habitación amplia, auque el exceso de muebles y de objetos provocan una sensación contraria, que, sumada al desorden, le confieren un aire de trastero o de anticuario. Junto al hombre sentado hay una cómoda. La parte de abajo la conforma un armario sin pomos que permanece entreabierto, desde cuyo interior se escapa una serie de ruidos extraños. Isabel desvía la vista hacia allí. La puerta se abre y aparece un pato de plumas tornasoladas. De un brinco aterriza al suelo y, con andar chistoso, se encamina hacia Alfredo.
-Si parece una pocilga… -masculla ella con un deje de desprecio.
-Isabel -Alfredo ofrece al pato una vaina de guisante y vuelve la vista hacia su hija -Lárgate. Y no se te ocurra volver por aquí.

Alfredo nació en el sur. A los once años emigró a casa de un tío que había logrado montar un negocio propio, una carpintería. Allá tendrás un trabajo, le dijo su padre mientras la madre le preparaba un macuto con las pocas pertenencias que tenía. Pero a los once años uno no quiere un trabajo, lo que necesita es inmortalizar su presente (que nada se mueva de sitio: las mismas calles, los mismos vecinos, el mismo colegio, los mismos amigos); todavía el futuro es un pariente lejano con el que apenas tenemos trato. Pero en aquella época, las decisiones de los padres no se rebatían, así que Alfredo se fue con su tío a trabajar como aprendiz.
La carpintería servía a su vez de casa (un trastero con dos colchones, un hornillo y un retrete en el patio). Fue construida en una falda de la montaña, en un barrio de construcción reciente, en verdad, casi espontánea (brotaban chabolas como si las hubiera esparcido el viento). Las calles de los barrios colindantes morían al pie de la colina, y allí perdían su nombre, se estrechaban y como culebras ascendían desordenadamente, mutando su piel de asfalto por una más áspera de polvo y guijarros. Las mujeres se reunían en la plaza (en realidad, la intersección de dos calles con una fuente en medio que servía de lavadero) y el canturreo de sus voces se elevaba, llevándose consigo la distancia que les separaba de sus verdaderos hogares, aquellos en los que nacieron y crecieron, hasta que un golpe de aire lo barría de pronto; a veces llegaba al otro lado de la montaña (zona de chalets de la clase acomodada), pero allí era rápidamente expulsado, en un gesto indiferente y molesto, como quien espanta a las moscas.

Isabel llega a su casa. Vive en la parte alta de la ciudad, en un espacioso y carísimo dúplex que mira por encima del hombro el pasado de construcciones más humildes. Lo primero que hace es dirigirse a la terraza, saca un paquete de tabaco del interior de una maceta vacía y prende un cigarro. Hace meses que no fuma. Con la entrada del nuevo año se propuso dejarlo (ya se sabe, ese tipo de promesas que te empujan a amar al prójimo o ponerte a dieta) y lo cierto es que lo estaba consiguiendo. Y llegar a setiembre y ese viejo cabezón que lo manda todo a la mierda, se dice mientras aspira una bocanada de humo. Y a la mierda ese cigarrillo no fumado segundos antes de la reunión, a la mierda ese humo que ya no envuelve los cafés de la mañana, a la mierda ese gesto que no acompaña la distensión en una fiesta con las amigas y a la mierda el regusto del tabaco después de follar (en verdad, de eso hacía mucho más tiempo, porque últimamente lo que hace es quedarse dormida). Isabel se apoya, con los brazos vencidos, sobre la baranda.
-Isa -se escucha de pronto desde un lateral de la terraza.
Isabel se gira y advierte la presencia de su vecina.
-Ah, Montse, no te había visto -se esfuerza en ser amable ella.
-Veo que vuelves a…
Montse no termina la frase, se lleva los dedos a la boca simulando fumar un cigarro.
-El estrés del trabajo… -miente Isabel y deja que su vista se pierda en el horizonte, donde la delgada línea del océano juega al escondite con el perfil de la ciudad.
-¿Vendrás el martes a lo de Angie?
Isabel asiente con la cabeza, en verdad, no puede ir, tiene hora con el dentista, pero acepta por inercia, apenas la escucha, observa como sus labios se mueven… que si tenemos que comprar todavía el regalo… y la pocilga y la rabia y el maldito pato… y que si qué aburrido comprar siempre lo mismo… y su padre prisionero en mitad de la nada… que si pañuelos y perfumes… y las obras, y las excavadoras, y los operarios… y qué tal una entrada para el teatro… y el barrio de su infancia de pronto desaparecido… y que si bla bla bla… y que hubiera sido si aún estuviese mamá.

Cuando Isabel cumplió los seis años, su padre le regaló una cocinita de madera. Llevaba meses trabajando en ella, aprovechando los ratos muertos entre los encargos de los clientes, los momentos de insomnio mientras su hija dormía, y, ciertamente, el esfuerzo había valido la pena. Isabel, cuando destapó el enorme paquete, le dio las gracias (incluso se esforzó en abrazarle fuerte y plantarle un sonoro beso en la mejilla), pero había algo en su mirada que desdecía su ilusión. Ella hubiera preferido la cocinita del escaparate de la tienda que había frente al colegio, de plástico, vistosos colores y con todo lujo de detalles, hasta un horno con ventanita de cristal. Su mejor amiga ya la tenía, incluso a Teresa, cuyo padre era también carpintero, le habían regalado una.
Pero aquella cocinita de madera era tan sólo la materialización de un sentimiento que a medida que pasaban los años iba adquiriendo una dimensión más cruda. Se trataba de la vergüenza, una vergüenza que Isabel no podía definir con nombre propio, pero que hacía referencia a su barrio, al acento que resonaba por sus calles, a la miseria y a los harapos, a la carpintería y a su hogar (convertido ahora en una bonita casa de dos plantas) y, quizá en todo ello, la vergüenza de su origen.
Antes de que cumpliera los siete años, su madre murió. Y entonces su padre llenó el hueco que había dejado ella con un huertecito en el patio (lechugas, guisantes, zanahorias y tomates); más tarde, un gallinero y un pequeño estanque con peces y algunos patos.

Ahora ya poco queda de aquello, tan sólo una estrechísima parcela donde sobreviven victoriosas unas cuantas matas de guisantes y un pato de plumas tornasoladas.
Todo el terreno que envuelve la casa está afectado por el plan de ampliación de la Ronda. El Ayuntamiento ha ofrecido a cambio un piso nuevo en un barrio residencial. Isabel ya ha ido a verlo (Alfredo se negó en redondo a acompañarla) y ha quedado encantada. Es como si te hubiera tocado la lotería, papá, todo nuevo, la cocina perfectamente equipada, con calefacción, incluso con un balconcito (donde apenas uno podía dar dos pasos, aunque ese detalle lo omitió). Pero había algo que Isabel no sabía: la casa (el terreno que estrictamente corresponde a la vivienda) no estaba afectada por el plan. Milagrosamente, había quedado fuera de los planos de remodelación, como una isla en mitad de un mar de carreteras. Nadie pensó que Alfredo quisiese salvarla ¿Quién querría vivir rodeado de coches pudiendo tener un cómodo piso en la ciudad?
Pero para Alfredo, que ya no tiene once años y le quedan aún fuerzas para rebatir, su resistencia se ha convertido en una cuestión de dignidad.

Isabel se adentra en el salón. Se sienta en el sofá, pero a los pocos segundos se alza de nuevo. Se encamina hacia la mesita del teléfono y se detiene. Hace días que le ronda una idea por la cabeza. Toma el listín y busca un número. No lo hace por ella, se obliga a decirse. Al fin y al cabo, no va a inventarse nada. Isabel marca los dígitos. Vivir en mitad de una rotonda con un pato… Nadie responde. Cuelga. ¿Quién en su sano juicio se comportaría de aquel modo? Vuelve a intentarlo y al fin una voz burocrática le responde: Asuntos Sociales.

Alfredo se asoma a la ventana. El imponente perfil de una excavadora le da los buenos días, pero él desvía la vista hacia el cielo azul. Una única nube sobrevive en lo alto de la montaña. El sonido constante del martilleo envuelve todo el paisaje, sin embargo, Alfredo percibe el canturreo de unas voces familiares que le devuelven por un momento la consciencia de que todavía se puede detener el tiempo. Al menos, por un instante El mismo que tardará la nube en interponerse entre el sol y él.










Texto agregado el 20-04-2011, y leído por 319 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
05-11-2011 Me resultó muy real. Demasiado. Y muy triste también. Quizás eso le da todavía más dimensión de realidad. ikalinen
22-04-2011 No imaginaba que una nube en mitad del cielo pudiera ser tan densa, contener tanto, drama, demanda social, crítica al sistema, su poco de psicología, y también pena. NeweN
21-04-2011 creo que, en aras de la brevedad, has sacrificado capítulos necesarios en la vida de ambos personajes. A mi juicio, saltaste de la introducción irregular al desenlace, sin nudo. Y allí se nos escapó el quid del asunto. Eso faltó para darle consistencia verdadera. También pienso que tienes un mensaje más profundo que el vertido... Y se te ha quedado en el tintero. Espero no te disgustes con mi exigencia; ocurre que uno espera mucho de quienes presume que deben dar. Así es esta vida, amiga. Saludos cordiales. mardanw
21-04-2011 Un cuento muy bien escrito, me sorprendió el final, dos generaciones, dos expectativas diferentes, excelente trabajo. tora_tora
21-04-2011 Bien contado, aunque es una conocida y triste historia. Me gustó. gamalielvega
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