Once años tenía mi primer amorcito, uñas mugre y almita vibrátil de colibrí. Bajo el sol bobalicón de mi pueblito la pecosita Titina jugaba a la mamá con su muñeca de biscuit satinado. En las tardes, machucaba con prolija diligencia las hojitas del jacarandá. Así creía estrujar sus penitas de tiza y matemáticas que la piramidal monja acosadora le encajaba a cachetada limpia frente al pizarrón.
Cada tarde, de mayo a julio, Titina calentó mi oído con sus confidencias de mandil escolar y mentol para moretones.
Cuando el pequeño territorio medianero entre mi boca y mi nariz comenzó a sombrearse con el bozo adolescente, de sopetón me aburrí de sus pecas y de sus tiquismiquis untados de desdicha. Me fatigué de la voz de esa cosita de nada, de la intrascendente libélula Titina, tina, tontina.
Entonces, hice mutis por el foro y… a nadar y a pescar en el mar de acero, ese espejo que ciñe mi aldea de antaño. Nunca más volví a ver ni a oler a la tontina.
El día que conocí a mi segunda noviecita me asombré en grande. Con solo pocos años encima y a ella le germinaban los primeros caldos de la divina sopa gris aderezada con el IQ de todo un Einstein. Descollaba en todas materias imaginables y otras aún por quimerizar.
Irguiendo su meñique erudito, solía parlarme en un francés displicente, lo que hacía morir de la risa a los ruiseñores, y entre jolgorios y disfuerzos batían las ramas de las moreras que flanqueaban su callecita de faroles con luz de luna brava. En tanto los geranios ruborizados mecían sus cabezotas rebosantes de chirriante carmín desde sus macetas que pendían en los balcones de rejas bordadas con pretensiones de mudéjar.
Begoña, que así se llamaba mi flaquita sabelotodo, caminaba con la presteza que le daban sus catorce años a flor de piel capulí. Caminaba, espiga espigadita, bamboleando sus pechitos que comenzaban a brotarle con firmeza alardeando su dicha primaveral. Como soy lerdo de testa y lengua, le declamaba poemas de mi gran amigo, el poeta Juan Gonzalo (1), como si fuesen de mi numen personal:
«Me gustas porque tienes
el color de los patios
de las casas tranquilas
Y más precisamente:
me gustas porque tienes
el color de los patios de las casas tranquilas
cuando llega el verano…
Y más precisamente:
me gustas porque tienes
el color de los patios de las casas tranquilas
en las tardes de enero
cuando llega el verano.
Y más precisamente:
me gustas porque te amo».
Entonces, embelesada, Begoña repletaba su boquita con espumosos suspiros, tan dulces, pero tan dulces, que las abejitas revoloteaban sus labios para fabricar miel de rosas y magnolias. Yo, tremendo goloso, absorbía sin pausa ni tregua esa almibarada rosa pitiminí. Hasta que llegaba la burka nocturna para tragarse el incendio crepuscular con todo y sus celajes que rielaban en las estáticas aguas del alto mar.
Ataque de certera saeta embadurnada de pasión. Mi tenaz amor hacia mi doctorcita Begoña se agigantó hasta alcanzar inconmensurables dimensiones agronómicas. Mi corazón devino en un latifundio sembrado de cabo a rabo con jazmín del cabo que embriagaba con su aroma alicorado. Y una de esas tardes detenidas en el espacio, Begoña y yo, tendidos en la arena de la playa desierta, siempre frente al mar, casi en el mismo mar, nos propasamos a la de a verdad en el intercambio de caricias y lengüitas agitadas, hasta que pasó lo que tuvo que pasar.
De retorno a nuestras casas, yo con ufanía de macho recién estrenado y Begoña turbada, quizá compungida –o qué sé yo–, me farfulló cual Eva en el Paraíso recién perdido:
– Hemos cometido pecado mortal.
Reaccioné con mañosa presteza:
– ¿Mortal, amorcito? ¿Acaso no somos seres mortales? ¿Entonces? Lo terrible hubiese sido haber caído en pecado inmortal.
La inteligentísima, la eruditísima Begoña, la eminente docta por sus cuatro costados quedó perpleja, extraviada en un alelamiento de pronóstico indecible. El avieso sofisma de mi invención:”ad peccata aeternum” hizo tambalear la torre de marfil de su omnisciencia. Si señor, yo, un vulgar palurdo, yo solito había conseguido enturbiar el puchero gris de su privilegiado encéfalo. Como es obvio, Begoña quedó herida en la pepa de su ego. No toleró que mi escasez intelectiva pudiese arrinconarla en un jaque mate magistral. Jamás lo perdonó.
“Y ella me abandonó
disminuyendo en mi jardín
una linda flor…”
Meses después, un gran escándalo dio pábulo para que las beatas de gallinero convirtieran a mi pueblito en auténtica caldera del diablo: Begoña fue sorprendida en el catre personal del señor párroco, con el cura incluido, of corse…Y no exactamente para rezar. ¿Sería este un pecado inmortal?
Luego de unos meses, ahora en la atosigada Capital y bajo una garúa pegajosa, conocí a Gianina, una italianita tañedora de arpa sinfónica y eminente intérprete de flauta traversa. Ella me familiarizó con Praetorius, Corelli, Moteverdi y toda la pléyade de músicos barrocos… Quien sabe –nunca se sabe– alguna nochecita armónica rememoraré más esas cositas de un corazón inflamado.
(1) “Exacta Dimensión”, Juan Gonzalo ROSE |