-“Hola mi amor”- saludó el esposo sin mucha emoción como lo había hecho siempre al regresar del trabajo durante los seis años que llevaban juntos.
-“Hola, ¿cómo te fue? En la cacerola hay unos huevitos pericos…y calienta el chocolate que debe estar frío”-.
Se quieren, de eso no hay duda. Es más, a pesar de ser un joven matrimonio aún sin hijos, quienes los conocen podrían apostar que envejecerán juntos. Él la ama y por eso trabaja tan duro. Tuvo muchas oportunidades para estar con mujeres de todo tipo y las aprovechó, hasta que finalmente encontró la que le rebosaba el cuerpo, el corazón y el alma. Ella no tiene tanta experiencia, pero no la necesitó para darse cuenta que él era el hombre de su vida y hasta de su eternidad. Sin embargo, cuando él emprende esos molestos viajes de hasta una semana a otras ciudades, ella lucha desesperadamente contra su soledad temporal y contra ese rezago de desconfianza que últimamente ataca con más frecuencia, insinuándole que a lo mejor él evoca sus no tan lejanas épocas de desoforo en las habitaciones de los hoteles de las distintas ciudades a donde viaja, con algunas mujeres pasajeras. Confía en él, y él nunca le ha dado motivos para lo contrario…pero es una posibilidad…
Él se concentra mucho en su trabajo, pues planea brindar a sus futuros hijos la posibilidad de una buena educación y la satisfacción de todas las comodidades y necesidades, las cuales se incrementan con el transcurrir de los años. Además toma tiempo para salir con su esposa, para conversar con ella, para permitirse a su lado pequeñas y modestas pero inolvidables vacaciones, pues ella también trabaja, desde su casa, pero lo hace. Lo que ocupa los pensamientos de él con frecuencia en los últimos días es su aspecto físico, pues el trabajo no le permite el tiempo suficiente para mantenerse en forma como la hacía antes de casarse, de manera que en pocos años en su vientre se han acumulado algunos líquidos que ocultan sus anteriores abdominales, su cara está algo más rechoncha que cuando se conocieron, y sus piernas siempre han sido demasiado flacas. Ahora le resulta más difícil competir contra el anterior novio de su esposa, quien sigue siendo el mismo atleta de hace siete años: deportista extremo, instructor deportivo y modelo de vestidos de baño y ropa interior. Sabe que su esposa nunca volvería con esa bestia que en más de una ocasión llegó a golpearla en la cara, pero es conciente de que si algo puede ella extrañar de su vieja pareja, son esos aspectos netamente físicos que despiertan gran parte de la libido femenina. Eso es lo que lo motiva a darle más valor a uno de los tres deseos que, según su abuela, cada creyente puede pedir al entrar a un templo católico cualquiera por primera vez. Siempre había sido realista con esos deseos, pues se permitía dudar de que el mismo Dios (o quien fuera el encargado de escuchar y proporcionar las diversas peticiones de los mortales) concediera cada uno de los tres ruegos que cada uno de los creyentes del mundo podía elevar el cielo en cada uno de los muchos templos católicos que conocería en cada uno de los años que podría llegar a vivir (existen regiones en donde se pueden visitar hasta ocho pueblos al día, cada uno con su templo). Pero hoy es uno de esos días en que tiene tiempo, y lo aprovecha para conocer una pequeña capilla a las afueras de la ciudad donde se encuentra de paso, en los mismos momentos en que su esposa lo imagina con su trabajo terminado y disponiéndose a visitar a alguna de sus presuntas amiguillas, y mientras ella empieza a pensar en la posibilidad de hacer lo mismo para “nivelar” la situación marital y equilibrar la balanza de la justicia. A él la situación se le presenta distinta, especial, mágica. El mismo aspecto del paisaje y de la capilla es solemne. El clima es otoñal. La soledad lo pone en armonía con él mismo y con ese Ser que le concederá hoy lo que sea, por más descabellado que resulte. Así lo siente. Entra despacio, emocionado, tal vez feliz, a la capilla cuyas dimensiones reducidas y cuya arquitectura sencilla pero hermosa la convierten en el sitio ideal para el matrimonio de una pareja de románticos. Ahora está en el banco de la segunda fila, pues ha pensado en todo: quiere estar cerca de quien lo va a ayudar, pero es modesto y tiene en cuenta que “…los primeros serán los últimos”. Lanza una mirada nerviosa hacia atrás: nadie. Se estremece de emoción y, según él, de fe. Pide rápida y superficialmente los dos primeros deseos, los que siempre se repiten y hasta ahora se le han cumplido; pero cuando llega al tercero se extiende, su mirada se va alzando despacio pero con seguridad desde el piso hasta el altar, la súplica y su sustentación finalmente se pueden oír, porque de mental pasó a ser expresada con una voz sonora, suplicante, clara, melódica, convincente. Algo desconocido pero certero finalmente le marca el instante preciso en que puede retirarse de la capilla, no podría ser ni antes ni después. Se dirige al hotel con una paz y una serenidad que no se tienen muy a menudo. Lee un poco y se dispone a pasar lo noche.
Ella mientras tanto descubre con algo de remordimiento que no trabajó en toda la tarde. Se concentró pero en otras cosas: sus sospechas, sus tristezas, la aguda soledad del momento. Decide que la vida no tiene que ser más injusta con ella que con él y por eso se viste con algo un tanto insinuante y provocativo, se arregla, se maquilla y sale a dar un paseo por las calles cercanas al sitio donde vive. Es un lugar algo comercial, donde a pocas cuadras se encuentran muchos bares. Entra a uno de ellos, de atmósfera algo densa, música agradable y con volumen alto y se sienta en la barra a tomarse un cóctel. Nunca se imaginó que las cosas se tornaran tan fáciles para las mujeres solas y medianamente agraciadas, pues en poco tiempo varios hombres trataron de entablar conversación con ella, usando métodos que llegaron a resultar creativos, casi convincentes. Sin embargo ella se limitó a hablar, no es tan osada para pasar los límites, además es precavida y sabe que en una ciudad como en la que vive alguien la puede reconocer. Pide el segundo cóctel y empieza a sentir su leve efecto, pero está tan cuerda aún que descubre, en el momento en que se dirige al baño, la presencia de dos hombres en la barra dispuestos a preguntarle al coctelero por ella. En el baño, sola, deja fluir su emoción por medio de sonrisas al espejo y ademanes de picardía aflojados por el alcohol. Cuando sale, con la emoción oculta tras un manto de seriedad y elegancia, paga la cuenta y entrega un papel al cantinero con su dirección, por si alguien pregunta por ella…Se dirige a su hogar, nerviosa e indecisa, aplacando los ataques de su conciencia con comentarios a ella misma:
-“Bueno… no creo que venga nadie”-. Se acuesta con la satisfacción propia de quien sabe que la compañía permanente y hasta la felicidad ahora están en sus manos, que dependen de su voluntad. Se duerme con una sonrisa en sus labios y un delicioso vacío en su vientre.
Él despierta antes de la medianoche y se dirige al baño de su habitación. Enciende la luz, y luego de orinar con aspecto perezoso, pasa fugazmente la mirada por el espejo. Es ahora cuando abre los ojos hasta donde sus párpados lo permiten y se llena de pánico. Se examina con y sin ayuda del espejo y no lo puede creer. Siente su corazón latiendo con gran fuerza y velocidad y sus pensamientos no logran tomar coherencia. Su miedo lo domina sin rumbo y necesita sentarse en la cama, respirar hondo repetidas veces y hacer un esfuerzo por calmarse y no pensar en nada. Tras un instante de relativa calma hila mejor sus pensamientos, sus emociones: recuerda la súplica de esa misma tarde y lo especial de la atmósfera del lugar donde la hizo y encuentra ahí la respuesta, pero no deja de sentir pánico, asombro e incredulidad. Sabe que ya no puede dormir, así que a esa hora se viste…debería ser rápido, pero en lugar de eso lo hace pausadamente frente el espejo de cuerpo entero presente en la habitación. Cubre sus piernas, ahora largas, fuertes, gruesas y torneadas, con los pantalones. Se ajusta la camisa, cuyas mangas largas tiene que arremangarse, apretadas y templadas por los músculos de sus brazos. Admira su pecho con la camisa abierta por unos minutos: unos pectorales duros y sobresalientes que sólo se ven en las películas de salvavidas y unas abdominales totalmente marcadas, apreciables solo en los hombres modelos (para él homosexuales) de aparatos para hacer ejercicios en casa. Su cara también ha cambiado. De su antigua imagen quedan solo algunos rezagos que apenas logra identificar con esfuerzo, pues el conjunto es tan armonioso que se podría comparar con el rostro de un ángel. Decidido y nervioso, paga la cuenta del hotel, se dirige al parqueadero donde tiene su modesto auto estacionado y calcula que en unas tres horas y media podrá darle a su esposa lo último que le falta en la vida para estar satisfecha a plenitud.
Ella se está quedando dormida cuando escucha el timbre dos veces y queda de una sola pieza. ¿Quién podrá ser? ¿Alguien del bar, tal vez? ¿Cómo será? Ante el insistente y agudo sonido del timbre no reacciona; vacila sin decidirse a andar hacia la puerta y está paralizada, con los ojos bien abiertos y el corazón al máximo de su frecuencia. Finalmente aquel posible amante desconocido que nunca llegará a conocer se rinde y se marcha. Pero ella continua sentada en la cama, pensativa, nerviosa, emocionada y ahora sin sueño, y así permanece por varias horas.
Él se sorprende con el canto de algunos gallos antes de estacionar el automóvil en su propio parqueadero… ¿quién podrá tener gallos en una ciudad? Pero la emoción de la cercanía del encuentro lo saca de sus pensamientos sin trascendencia. Sube las escaleras de dos en dos mientras le parece que los segundos son horas. Como no puede controlar el temblor de sus manos, decide timbrar en lugar de perder tiempo buscando la llave dentro de su atestado maletín.
Ella lo ha pensado durante esas horas de la madrugada, y haciendo caso omiso a sus temores e instintos protectores se dirige a la puerta y abre.
Él la observa, hermosa como siempre y con una gran sonrisa y sin decir nada la abraza con sus fuertes extremidades, la aprieta contra su escultural cuerpo y la besa con sus decididos labios.
Ella se estremece, lo duda, vacila constantemente, se siente mal por fracciones de segundo pero bien el resto del tiempo…hasta que termina cediendo. Trata de hablar, de preguntar, de advertir, pero no puede. Su voluntad es mucho menos fuerte que la decisión y la seguridad de aquel hombre que la seduce en segundos y la hace sentir cosas nuevas y muy agradables. Se entrega por completo.
Él parece sorprenderse cuando ella le exige usar un preservativo que ella misma saca de su cartera, pero la complacería de una y mil formas ahora y siempre. Cree que el lenguaje del amor es tan perfecto que no se deja engañar por el físico, que no pregunta, que solo guía; sabe que ella siempre lo ha amado, pero ahora él posee toda la seguridad que le había arrebatado su descuidado aspecto físico.
Ella está feliz, gastaron los seis preservativos que había comprado convencida por la esperanza, y ahora no sabe qué hacer; pero por el momento, con los primeros rayos del sol y luego de haber invertido el saldo de la madrugada en un contraste de delicadeza y brusquedad, de ternura y salvajismo, de caricias delicadas y movimientos rítmicos, fuertes y progresivamente acelerados; solo disfruta del presente y trata de estirarlo como si el tiempo fuera elástico.
Él está cansado, por lo cual queda profunda y plácidamente dormido abrazando a la mujer que ama desde el instante en que la vio a los ojos. Mientras va cediendo al sueño, se acuerda de dar las gracias a quien le concedió el deseo y piensa en lo feliz que será en adelante haciendo feliz a su esposa, quien ya está dormida.
Ella se despierta ya a media mañana y cae en cuenta de que su esposo debe estar por llegar, por lo que se apresura a despertar al desconocido que duerme abrazándola con su cálido y firme cuerpo de atleta. Está más confundida y menos arrepentida que nunca, no se siente nada mal. Es sólo que tampoco quiere sacrificar su matrimonio, pues es con lo único estable que cuenta. No sabe cómo van a ser las cosas de ahora en adelante, pero no siente ninguna aversión por su compañero de cama, al contrario, siente que lo conoce de toda la vida y que hasta le recuerda a sus esposo. Nunca le ha hablado, puede ser un arriesgado aventurero, pero sin saber cómo, le consta que es una buena persona y le está absolutamente agradecida. Aunque por ahora está convencida de que debe pedirle que se vaya, y lo hace.
Él, solamente hasta ese instante, descubre que ella nunca supo que durante las últimas horas había estado haciendo el amor y durmiendo con su esposo, y de la forma más simple se lo dice.
Ella no necesita mucho para confirmarlo. Es su voz. Es su alma. Es el brillo de sus ojos. Lo reconoce y no se sorprende tanto de verlo tan distinto como de descubrir que nunca será feliz si no es a su lado, que en el mundo sólo existe un hombre para ella y que de la forma más absurda lo confirmó, que para ella el amor existe y proviene exclusivamente del que ahora es y ha sido su esposo. Lo conoce perfectamente… ¿cómo no lo había descubierto desde el principio? Sólo él le daría una sorpresa de ese tipo, sólo él tiene la fe para lograr lo que logró…y por ella. Y como lo conoce perfectamente, está segura de que él en este momento sabe que en teoría ella lo engañó con él mismo y que en intención ella lo engañó. Está segura de que en este instante él siente los más insoportables celos de si mismo, de su estado “perfecto”. Está segura de que él debe estar pensando que más que un premio recibió un castigo por algo, tal vez por su vanidad. Pero sobre todo, está segura de que nunca será feliz, porque él, el único hombre de su vida, en unos instantes se irá. Y jamás, jamás regresará a su lado.
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