Cuando vi la flecha que indicaba que a la vuelta había un pueblo cercano, me dije: “Estoy cerca” Y es que el calor previo al mediodía se anunciaba con gotas de sudor por mi frente a pesar del acondicionador de aire del carro. Efectivamente di la vuelta y empolvado entre un matorral apareció el señalamiento del pueblo: “San Fernando “ 5 km. A paso de tortuga, pues la carretera era de terracería y dramáticamente veía como la aguja del termostato subía hacia un área de alarma. El carro y yo dimos gracias a Dios por haber llegado y situarnos bajo un enorme árbol.
Me habían recomendado el carpintero desde hace años, sin embargo por las rutinas de la vida no había tenido tiempo, mas ante el acoso de mi esposa, no me quedó más remedio que ir en su busca. Claro que hubiese sido fácil comprar el mueble , pero los que vimos, ella decía: “ Es madera comprimida” “ está rústico” “El color no combina” De regreso a casa su voz salió bronca “ Quiero que me lo mandes a hacer” Ella debió haber visto algún gesto en mi cara y de inmediato replicó: “ Claro, como tú no estás en casa y te la pasas bien divertido en tu trabajo” Suavizando la voz, le contesté que hiciera un dibujo del mueble que deseaba y que buscaría al mejor artesano.
Estaba en el parquecito del pueblo y de acuerdo con el mapa que traía, la carpintería no debería de estar a más de doscientos metros. Toqué la puerta y poco después una mujer con manchones de pelo canoso y ojos pequeños, abrió y me invitó a pasar. Dentro de la casa había un clima diferente: fresco, orden, sencillez. Los cojines de la sala estaban hechos con retazos de diferentes telas y colores. Las paredes blancas servían de marco a los retratos de familia y en una esquina: un ramo de flores recién cortadas y una veladora ardía. El olor de la madera, el barro y la cera, hacían una mezcla de fragancias. En medio, como división, estaba un juguetero. En él, una colección de piezas labradas: animales, trasteros, cajitas, baúles, deliciosamente decoradas con pintura. Sin duda estaba en la casa de un hacedor. Pero la pieza que más llamó mi atención y deseo fue la poltrona.Se encontraba al fondo y, algunos rayos se filtraban y caían en el respaldo, dándole una sensación de espejismo. La madera labrada, hacía juego con algunas figuras tejidas y que sobresalían por tener tonalidades suaves. La Poltrona se movía al compás de algunas ráfagas de aire.
— ¿Todo esto lo hizo su esposo?.
— Sí. Un artesano como pocos.
Me sonreí, ella también. tomé del jugetero un águila con las alas extendidas, en cuyos ojos se advertía la furia.
—Mi esposo cada mes decía, hoy es tu cumpleaños y me ofrecía una figura. ¡Estás loco, estás loco! le gritaba y él sonreía. Me contestaba que sí, que era por haberme encontrado. Yo me reía y le daba un beso, luego me arremolinaba en su pecho lleno de aserrín, para que no me viera llorar.
No pude más, me paré y rápido caminé hacia la poltrona, con el vivo deseo de dejarme caer; un grito agudo, helado, me detuvo.
— ¡No lo haga! Mi esposo tiene año y medio que falleció, pero al menos para mí sigue vivo y está allí. Cuando yo me siento es porque él desea cargarme en sus piernas y tal vez no lo crea, pero el sillón se mece, se mece...
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