Bajo la escalera con el pelo mojado dejando una estela en los escalones. Mi cuerpo a cada paso se hunde sobre el espacio y mis órganos se aprietan entre si.
Tengo una cierta premonición, acerca de presentir que en este descenso me iré a dar cuenta de muchas cosas, que son parte sustancial de la desazón que me embarga la existencia; pues por ello voy bajando con cautela, el cuidado que imparte una actitud de recato, camino a encontrar una nueva visión de la cosa, que tanto tarda en venir por ser yo tan inmaduro, sobre todo en llegar a mi destino un tanto desacomodado.
Pasa que me detengo a mitad del camino a observar el paisaje, interior del hogar, e imparto una orden al aire porque me siento un general que arenga a su tropa.
Al escalón siguiente, supe hacerme un ovillo quedando en una posición de infante en los brazos de su madre, o simplemente un perro en la cucha. Y, oh vergüenza, me largo a llorar por largo rato, haciendo temblar la estructura de la escalera.
En eso viene hasta mi, calculo bien, en el escalón numero veinte, que es donde continuo acurrucado, aunque en este preciso instante, incorporando mi osamenta con fluidos movimientos, pues se que ahora tendré que explicar mi extraña actitud, nada más ni menos que a mi señora esposa.
Entonces optamos por, primero mirarnos a los ojos con dulzura, y más luego, cada cual con su tarea, hacer el amor como dos perros callejeros; pero en esta oportunidad justo en el escalón catorce, contando de abajo hacia arriba.
Y nos pareció que estuvimos un siglo, viviendo una vida llena de cariño, criando muchos hijos, en el escalón catorce, pero siempre siendo muy jóvenes y sanos todos, como para seguir ella y yo siempre haciendo el amor como pibes, hasta que el tiempo de morir se haga presente, y entonces allí despedirnos sin rencor mi vuelta atrás. El tiempo es vida. |