No quiero este premio, te quiero a ti.
Al entrar en la sala en penumbra, iluminada tenuemente por diminutos puntos de luz que, como estrellas, brillaban sobre cada una de las mesas, Helena sintió la implacable ausencia de Roberto. La sensación de despecho hacía rato que la había abandonado, quizá se había quedado en el área de servicio, encerrado en una de esas máquinas de refrescos. Fue allí, mientras abría una cola, que ya no se sintió tan enojada; y un sentimiento parecido a la culpa le acometió en el primer sorbo. «Lo siento, no debería haberme ido así. Ha sido la presión de estos últimos días, aunque si miro hacia atrás, esos días se han alargado tanto que se han convertido en meses. Al igual que tú y que yo, que a fuerza de alargar los silencios nos hemos convertido en extraños...» El pensamiento volaba tan lejano que cuando se sentó en la mesa, sola —tan sola que hasta las sillas que la bordeaban intentaron disculparse por acentuar su soledad—, olvidó el motivo por el cual se encontraba allí. Y no es que lo olvidara en el sentido de no recordarlo, sino que se sintió tan y tan apartada —tan y tan cerca de Roberto, que permanecería en casa, a más de quinientos Kilómetros— que olvidó la emoción, los nervios y el cosquilleo en el estómago que debería sentir en aquellos precisos momentos, los previos a la decisión del jurado; aunque ya supiese que el premio se lo habían otorgado a ella.
«Pero ¿qué es lo que te ocurre? Te pasas todo el día ahí tumbado, sin hacer nada. ¿O es que acaso te molesta que a mí me vayan bien las cosas? Mientras que tú sigues siendo un…»
—… y el ganador del premio, en este caso ganadora, es… Helena.
«Perdona, no quise decir eso».
Un responsable de la ceremonia se acercó hasta la mesa. Algunos aplausos todavía flotaban en el aire, perdidos, buscando entre las mesas, esperando que alguien se levantase. En el escenario, el portavoz del jurado miraba en vano hacia uno y otro lado, mientras la luz cegadora de los reflectores hacía diana en sus ojos. Volvió a repetir por tercera vez su nombre y, en esta ocasión, Helena se levantó. Embriagada por los aplausos que, ahora sí, repicaban seguros, subió las escaleras hasta situarse en el centro del escenario. Un celaje blanquecino le nubló la visión. Intuía las formas de las mesas, las siluetas anónimas, las miradas expectantes… Acercó sus labios al enjambre del micrófono y sólo pudo articular: perdóname. En ese mismo instante, aparecía Roberto en la sala.
Sus ojos pudieron distinguirlo más allá del tumulto, plantado en mitad del corredor. «Gracias, gracias por venir». «Perdóname tú también, por no haberte acompañado desde el principio». A Helena, la recepción posterior a la entrega del premio le pareció eterna. Imaginaba —mientras repetía una y otra vez las mismas frases de gratitud, la misma fingida ilusión, los mismos besos a un lado y otro de decenas de mejillas, rozando sólo el aire— las manos de Roberto, con un cigarrillo entre los dedos, esperando acariciar su piel, después de tantos días, tantas semanas de silencio. Estaría apoyado frente a la ventana abierta, en la habitación del hotel que habían reservado los responsables del certamen. Espérame allí, le había dicho Helena al despedirse, intentaré no tardar mucho. Él solo, frente a la ciudad dormida, ella rodeada de un desierto de personas que no le importaban, y la habitación esperando, deshabitada de ellos dos. Eran tocadas ya las once, cuando Helena traspasaba la puerta de la habitación. Se acurrucaron en la cama, y así pasaron la noche, envueltos en un silencio que olvidaron que era silencio.
El sonido de la ducha llegó hasta la habitación arropando la estancia de una cotidianidad hogareña que trajo a la mente de Helena un pasado que, tan solo hacía unas horas, daba por perdido. Por la ventana entraba una lívida luz matinal que apenas alumbraba, envolviendo la habitación de una atmósfera que parecía irreal, como si todavía soñase. Entonces llamaron a la puerta. Helena se cubrió con la sábana y se acercó hasta la entrada, preguntando quién era.
—Soy Pablo. Tengo algo que decirte.
En el rostro de Helena se dibujó una mueca contrariada. Acercó su fina mano a la manecilla de la puerta y abrió. Al otro lado, apareció Pablo, con semblante afligido.
—Se trata de mi hermano —acertó a titubear él.
—Vamos, pasa, no te preocupes, está aquí conmigo.
— ¿Que está aquí… contigo?
—Sí, ahora saldrá, se está duchando.
Helena calló para dar paso al sonido de la ducha, pero éste había enmudecido.
—Helena… Roberto está muerto.
—Calla, sabes que no me gusta nada ese tipo de bromas…
Los enrojecidos ojos de Pablo intentaron advertirla de que lo que decía era verdad, pero ella se negó a creerlos.
—Pensé en llamarte, pero… no sé… he preferido venir…
Helena retrocedió unos pasos, dirigiéndose al cuarto de baño. ¿Roberto? Dijo al tiempo que Pablo la alcanzaba por el brazo.
—Helena, por favor, no sigas. Me llamaron ayer de madrugada. Yo mismo he visto el cuerpo. Se lanzó por la…
Pero Helena se tapó los oídos y, zafándose de los líquidos dedos de Pablo, alcanzó la puerta del baño. Al abrirla, una nube de vaho nubló sus ojos, reconfortándola en un calor que era idéntico al que transmitía la piel de Roberto, impidiendo que divisase el vacío interior de la ducha. Sobre la pica del lavabo, aguardaba olvidado el reloj de Roberto. |