El lugar tenía la fachada de un templo griego con cuatro grandes columnas, en las que había esculpidas unas extrañas criaturas que ocupaban casi todo el largo de esta. Las criaturas extendían unas alas membranosas hacía atrás de modo que rodeaban la columna y en los extremos tenían esa forma irregular de viejos trapos raidos, parte de su rostros estaba cubierto por una espada gruesa que se elevaba un metro por encima de su cabeza, pero su cabeza no tenía cuello y tras esa espada daba la sensación que tampoco existía un rostro común, no, ahí mas bien parecía haber una algo que podía mirar sin ojos y hablar sin boca y olfatear sin nariz, como un remedo absurdo y a la vez terrorífico de un rostro conocido, como una cosa para no entender u capaz de confundir hasta el aturdimiento. Los pies de la cosa estaban metidos en un cieno de color negro y una cola salía desde su trasero y rodeaba toda la columna hasta el capitel, donde había esculpidas mas de estas criaturas, pero en miniaturas y de espaldas con sus colas unidas a la de el primero. Arriba de la fachada en el centro y en los extremos había esculpidos cuervos de noventa centímetros de alto cuyos ojos eran unas opacas luces rojas. Las puertas eran de vidrio oscuro y sobre el dintel había unas luces de neón violeta, que en letra cursiva decía: el templo.
Cuando Dick iba a empujar la puerta esta se abrió automáticamente y los acordes de un viejo metal entraron por sus oídos, the spell of the Winter forest, sonaba en ese momento significativo para su vida, significativo porque a partir de ahí quedaría hechizado durante mucho tiempo en el frio invierno de los bosques de la perdición. El interior del lugar constituía toda una obra maestra de la arquitectura, una franja de dos metros de ancho iba desde las paredes hasta el bordo unas graderías que llevaban a una platea un metro más abajo donde estaban distribuidas varias decenas de mesas alrededor de una pista redonda hecha de cristal e iluminada desde abajo con unas luces verdes y violetas, igual a las que salían de unos paneles de cristal también ubicados en los escalones de las graderías. En las esquinas de la platea había también unas columnas iguales a las de la fachada que se alzaban hasta siete metros más arriba donde el techo de la edificación presentaba una gran concavidad que un genio de la arquitectura había diseñado de modo que no se percibiera desde afuera. Una obra de arte estaba pintada sobre ese espacio: muchos ángeles caían desde lo que parecía un resplandor originado sobre un extenso cúmulo de nubes teñido desde abajo por rojos oscuros, naranja fuerte, amarillos pálidos y destellos violáceos, tonalidades que ascendían desde un espacio intermedio gris oscuro derivado a su vez de un fondo negro como una noche absoluta que constituía toda la parte baja, hacía donde miraba con rostros indescifrables el sinnúmero de ángeles que descendían con sus espadas empuñadas y extendidas hacia adelante inútilmente. A pesar de ser muchos, los rostros de estos ángeles estaban pintados de manera magistral, como si cada uno de ellos quisiera dar algo a entender, transmitían extrañas sensaciones con sus gestos, podía fácilmente sentirse el desconcierto de ellos o la nostalgia o incluso el terror ante la incertidumbre de esa oscuridad que les esperaba. Solo uno tenía una posición diferente y aunque cabeza abajo como los otros, su rostro estaba volteado hacía el resplandor y su mirada era altiva y fiera, el tamaño de este era superior y en sus grandes ojos y en una tiara que portaba sobre su frente, el maestro había dibujado el reflejo de lo que veían sus ojos: arriba del resplandor podía verse una franja de un cielo azul y tranquilo, tan sublime y tan glorioso que resultaba inverosímil en ese terrible escenario, pues en él estaba la belleza de toda aquella obra
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