Felipe era un muchacho indeciso. Adriana era su única decisión acertada, una joven alegre, activa y completamente enamorada. Cuando se encontraron el lunes en la Universidad luego de dos días sin verse, Adriana lucía impaciente, ansiosa y asustada. Había soñado varias veces en la misma noche que Felipe moría en un accidente de autobús urbano; de manera que cuando lo vio, un alivio infinito la recorrió de pies a cabeza; luego le contó a su novio sobre aquel fatídico sueño. Él era un experto en tranquilizarla, por lo que pronto se olvidó el asunto. Esa noche fue el turno de Felipe. Soñó lo mismo de todas las noches desde que murió su padre: Que se encontraba con él nadando en un pozo natural, en una corriente de agua cristalina. Pero esta vez había alguien más nadando con ellos. Felipe no la identificó exactamente, pero la asoció con una de sus primas que tanto le gustaban. Se sentía muy a gusto conversando con ella y con don Augusto, su padre. Además tenía las características que más atraían a Felipe en una mujer: tez extremadamente blanca, cabello negro, un cuerpo sumamente delgado…y unos profundos y misteriosos ojos verdes.
Felipe se emocionó tanto con aquella mujer, que a pesar de haber sido sólo un sueño y de además no haber sucedido nada entre ellos, se sintió un poco mal con Adriana cuando la vio al siguiente día en la cafetería de la Universidad.
Pasó el tiempo, la vida de ambos y de cada uno siguió su curso normal. Un miércoles, sin embargo, cuando Felipe caminaba algo afanado hacia una de sus clases, a la cual iba tarde, aconteció algo inesperado (entre la infinidad de cosas inesperadas que componen cualquier día…): La mirada perdida y distraída de Felipe se encontró de golpe con una mirada femenina, que brotaba de unos profundos y misteriosos ojos verdes. Sucedió algo extraño en Felipe, quien a pesar de su indecisión mantenía cierto control en estas situaciones, motivado siempre por la lealtad y fidelidad a su novia: No pudo despegar sus ojos de los de aquella mujer. Había en aquel cruce accidental -¿accidental?- de miradas un magnetismo cuya fuerza era muy superior a la voluntad de Felipe y de la nueva extraña, dueña de tan poderosa mirada. Sus ojos no se separaron hasta que ambos se cruzaron, pues iban en sentidos opuestos, y Felipe, venciendo (o vencido), desvió su cabeza al frente. Sin embargo, él no resistió la tentación y giró con disimulo, encontrándose nuevamente con esa contemplación: La joven también se había vuelto hacia Felipe, y se sostuvieron nuevamente la mirada por dos o tres segundos más. Esta vez fue ella quien la retiró primero.
Cuando Felipe se encontró de nuevo con su novia, en la noche, estaba algo ausente, aunque conversaron de forma agradable mientras iban en el bus rumbo a sus casas.
Una semana más tarde, en las horas del ocaso, subió Felipe en un bus urbano. Él venía de una clínica, con el ánimo arrastrándose detrás de él, pues se hallaba visitando al padre de un amigo suyo, al cual los médicos no le prometían más de un mes de vida. Cuando el muchacho se disponía a ocupar la última silla del bus, su mirada se cruzó de nuevo con la de una mujer de profundos y misteriosos ojos verdes, que se hallaba una silla adelante de la que ocupó Felipe. Felipe no recordó bien el rostro de la dueña de tal mirada, pero no había podido olvidar la expresión de aquella. Se impacientó. Trató de buscar de nuevo aquellos ojos, y a pesar de que parecía imposible por hallarse ambos sentados hacia el frente, lo logró finalmente con la ayuda del reflejo de una de las ventanas de vidrio. Esta vez no fue distinto. Asoció inmediatamente aquella magnética mirada con la de su sueño y con la de la joven que se encontró aquel día en la Universidad: Era la misma, la que brotaba de unos profundos y misteriosos ojos verdes. Aquel trayecto en el bus fue un interesante y embrujador juego para Felipe, y al parecer, para la muchacha: Se veían una y otra vez tímidamente a través de los vidrios, los espejos, los espaldares niquelados de las sillas, y hasta de las gafas de los demás pasajeros, sintiéndose Felipe cada vez más atrapado y atraído. Cuando éste se bajó, la observó por última vez antes de pisar el suelo. Una especie de satisfacción y alegría lo invadió entonces, se sentía atrapado pero a la vez halagado, a pesar de seguir sintiendo lo mismo de siempre por Adriana.
Felipe notó que a pesar de su fuerza y su amor por Adriana, sentía unos deseos inmensos de conocer aquella joven, de estar con ella, de hablarle, de preguntarle muchas cosas…
Adriana lo empezó a notar: había algo inusual en Felipe, estaba más distraído que nunca, más ausente que nunca, y esto empezó a influir un poco en su relación, auque seguían muy juntos.
Fue tal vez fue eso lo que la motivó a tratar de salvar su relación, de competir contra esa a la que ni siquiera quería conocer, pero intuía (con la implacable intuición de una mujer enamorada) que existía, a la que quería vencer aún deseando confirmar su existencia pero reprimiéndoselo, para no indisponer a su amado. La vencería limpia y valientemente, sin empañar su candidez con insultos ni celos expresados vulgarmente. Y todo comenzaría con una cena romántica, una cena sorpresa, para lo cual había invitado a Felipe a su casa con cualquier pretexto.
Salieron de la universidad. Tomaron el autobús urbano. Iban callados, cada uno pensando en lo que empleaba la mayoría de sus pensamientos del día.
Pero la peor parte la tomó Adriana. Aún hoy no comprende por qué aquel trágico día en que iban juntos en un bus urbano para su casa, aquel mismo día en que ese bus se accidentó, las últimas palabras de Felipe en sus brazos fueron pidiendo perdón…pidiéndole perdón a ella, a Adriana, por haber escogido a la muerte en lugar de a ella…a aquella muerte de profundos y misteriosos ojos verdes, que lo venía persiguiendo y seduciendo en sueños, en la clínica, en la universidad, en los buses…y que ahora resultaba victoriosa, aún sobre el poder de una mujer enamorada…
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