(antes de leer el cuento: supongo que no es necesario aclarar que no siempre las opiniones de los protagonistas tienen que coincidir con las de sus autores. Simplemente quería ironizar sobre ciertos pensamientos de ciertas personas sobre ciertos temas…)
Noche de dudas y prejuicios
—¿Qué tal si vamos a mi casa a tomar la última copa?
O sea, a follar, pensó Raquel, y al instante un rubor adolescente se apoderó de su rostro, no sólo apropiándose del tono de la piel, sino de su temperatura y su elasticidad, como si estuviera enfundada en una máscara ajena. Se sentía aturdida. La última copa… El vaso y la botella de whisky esperando en el mueble de la cocina y ellos dos metiéndose mano en el ascensor, o en cada rellano de escalera. ¿O acaso no era así cómo se actuaba? Si ella le decía que sí, en cierta manera estaba aceptando algo más que una simple y cordial invitación.
—Voy un momento al aseo y… ahora nos vamos.
Nos vamos… Le había dicho, y la botella de whisky sin abrir y ellos revolcándose en el sofá, o en la cama, o poyados en la pared, o puede que en suelo… Un momento y nos vamos… No era que la idea no le excitase, desde que se había quedado a solas con Alex, Raquel esperaba que él se lanzara de alguna manera, de lo contrario —una simple despedida en la puerta del local, dos fríos besos en la mejilla arrojados a la intemperie de la noche, nos vemos el lunes en la oficina—, hubiese pesado el silencio como una derrota, un desengaño de la que iba a ser su primera aventura tras quince años de relación con Sergio, su ex pareja. Lo cierto es que Raquel se moría de ganas de acostarse con Alex, pero llegada la hora de la verdad, se sintió un poco asustada, como si las cosas estuvieran marchando demasiado deprisa. Una copa, le había ofrecido… Una simple copa… y quizá fuera verdad, admitió Raquel. Y de pronto se encontró en el portal de Alex, y sin saber porqué lo imaginó idéntico al de su dentista. La verdad era que nunca había estado en su casa, sabía que vivía en las afueras de Barcelona, en Badalona, o en l’Hospitalet, o en Cornellà. Daba igual, todos esos barrios sonaban a lo mismo: a clase media-baja, a charnegos, a institutos repletos de inmigrantes, a fríos bloques de hormigón gris y a plazas desnudas de árboles y de fuentes. Y en mitad de aquel desolador entorno, el portal de Alex, que sería espacioso y algo anacrónico, con un mostrador de madera en un costado que hacía mucho tiempo había albergado a un portero y las paredes revestidas por un grueso y ennegrecido papel beige. Y Raquel detrás de Alex encaminándose hacia el ascensor, pensaría: Qué casualidad, como el de mi dentista, con el mostrador y todo… Luego, el interior del ascensor, sus cuerpos casi rozándose, en silencio, con ese nerviosismo que precede al deseo; una vez dentro del piso, lo que ella esperaba, el desorden típico de un tío de treinta y cuatro años que vive solo. Quizá sólo una copa… Alex yendo a buscar esos vasos y esa botella de whisky que aguardaba escéptica en el mueble de la cocina, y ella esperando sentada en el sofá, a salvo del revolcón desaforado.
Lejos de las afueras de Barcelona, Raquel permanecía en el bar, haciendo cola frente a la puerta de los servicios. Frente a ella, había una chica joven de rasgos andinos, el pelo negro y lacio (y de un brillo envidiable, pensaba Raquel mientras con disimulo acariciaba las ásperas puntas de su pelo apagado ¿Lo notaría Alex o se dejaría engañar por el falso encanto de su melena teñida?). Y sin querer lo pensó: putas sudacas, aunque al instante se obligó a apartar de su mente tales pensamientos. No podía permitírselo. Cerró los ojos e intentó imaginar la cara de Alex. Tal como esperaba, no pudo dibujarla con precisión. Sólo podía detallar su pelo largo y descuidado enmarcando unos rasgos que en el momento de querer detallarlos se diluían en la vaguedad. Era una prueba irrefutable de que le atraía. Siempre le había pasado, cuando era niña y le gustaba alguien del colegio de pronto su cara desaparecía, podía recordar claramente a todos los demás compañeros, incluso al de los cursos inferiores, allí estaban intactos Víctor Colomer, Esther Inglada, y Mauricio Espejo, incluso la estúpida de Begoña Miranda.
Al fin, entró Raquel en el lavabo y al cerrar la puerta rememoró exactamente a sus compañeros de trabajo, Sandra y su boca de patito, Miguel y su cara de Gandhi, o Cristina y su nariz judía. Pero de Alex sólo obtuvo un espectro borroso. Quizá se tratara de un peculiar sistema de defensa, para no darse cuenta de sus defectos demasiado pronto. Lo primero que hizo Raquel fue mirarse al espejo, la humedad de la noche había encrespado sus cabellos y su flequillo (por la mañana liso como una tabla a base de secador y planchas) empezaba a adquirir de nuevo un aspecto ondulado. Intentó darle forma con los dedos, mientras hacía una rápida inspección al resto del rostro: los ojos decentemente maquillados, el rouge de los labios todavía apetitoso, los pómulos quizá un poco apagados… se pellizcó las mejillas, imitando aquel gesto que había visto en tantas películas y, ya más segura, se dispuso a mear. Debería haber hecho caso a mi estetizien, se dijo al subirse las braguitas, «Raquel, que lo que se lleva ahora es la depilación brasileña (una fina línea vertical de vello púbico), y más ahora que estás soltera…» y ella que no, que todo aquello le parecía una horterada, como los tangas, tan sumamente vulgares. Pero y si Alex estaba acostumbrado a esos coñitos rasurados y el suyo le parecía una selva insondable. Malditas brasileñas… Eres idiota, Raquel y, recriminándose, salió fuera del lavabo. Pero acometió contra ella la sombra de sus imperceptibles michelines en la cintura, y de su culo algo caído y con principio de celulitis, y de sus tobillos gruesos que también disimulaba con las botas de caña alta que se había comprado aquel invierno. ¿Por qué dudaba tanto? Tenía treinta y tres años y una cara preciosa y un cuerpo que todas sus amigas envidiaban. A esas alturas, Alex seguro que estaba pensando que era un tipo con suerte, Raquel lo había podido leer en la mirada de los otros compañeros cuando lo habían visto quedarse a solas con ella. Joder, tío, te has quedado con la que está más buena… Pero Raquel continuaba insegura, cuando me vea desnuda se decepcionará… Imbécil, como si él fuera un sex-symbol. Y ciertamente, Alex no era nada del otro mundo, un cuerpo que se intuía algo rechoncho, la mirada escudada por unas gafas (a Raquel nunca le habían atraído los hombres con gafas) y, bajo éstas, unos ojos insulsos. La boca, y la nariz, igual de insulsa. Pero era al reírse cuando todos sus encantos afloraban de pronto en su rostro, la sonrisa era encantadora, y los ojos se le achinaban y adquirían un brillo tan limpio como el de los niños. Raquel no podía resistirse ante aquello y, como él siempre andaba de broma, con sus anécdotas que encandilaban a todo el mundo, sus ocurrencias, su alegría, su risa contagiosa… Pues allí estaba Raquel dispuesta a rendirse a cambio de una simple sonrisa suya. Alex riendo y ella chupándosela en el ascensor, o en el piso desordenado, o en mitad del portal idéntico al de su dentista. Notó como la sangre se concentraba en su rostro y de nuevo la vocecita recriminatoria. Raquel, te comportas como una cría de quince años. ¿Y qué quieres que haga? Conocí a Sergio con diecisiete años y tuvieron que pasar muchos meses antes de que me atreviera a acostarme con él. Lo cierto es que él ha sido el único. Ya sé que parezco sacada de otro tiempo… Si Alex lo supiera quizá se reiría. Y su maldita sonrisa dejaría de ser encantadora y ya no tendría que hacerle ninguna mamada en el ascensor ni follármelo la primera noche que nos quedamos a solas.
Quizá fueron aquellos pensamientos, o la certeza de que realmente no le importaba lo más mínimo a Alex (un polvo y si te he visto no me acuerdo), pero, al encaminarse hacia la mesa donde le aguardaba él, pasó de largo hasta llegar a la puerta. Antes de marchar del local, se giró un momento y divisó a Alex hablando con la chica del pelo negro y lacio; putas sudacas, pensó entonces Raquel sin rastro de arrepentimiento. Y lo que no sabía era que aquella chica era la camarera que justo empezaba su turno y lo que hacía era preguntarle a Alex si quería algo más de beber (los dos vasos vacíos sobre la mesa), y él le estaba contestando que todavía no lo sabía, que estaba esperando a que regresase una amiga (la chica más guapa y encantadora de la oficina). Y que probablemente se marcharían ya, porque ella había aceptado tomar la última copa en su casa (esto no lo dijo, sólo lo pensó), y que se estaba muriendo de los nervios, porque no quería cagarla y estropear una cita que hacía meses que soñaba.
Todos los hombres son iguales, se repetía Raquel mientras esperaba en el andén del metro. Y Alex tomando la última copa con la morenaza del pelo brillante, y la botella intacta, y los vasos dormidos en el armario de la cocina, y ellos follando en el sofá, o tirados en el suelo, sin asomo de pudor ni vergüenza, porque ella tendría el culo prieto, sin rastro de flaccidez o celulitis. Y Sergio con otra. Y Alex y su sonrisa encantadora. Y Sergio con la puta dominicana. No te hagas mala sangre, Raquel, se repetía; si tú nunca has sido así. Pero qué culpa tenía ella de que todas las morenitas sudacas vinieran a España a la caza del mejor postor. No se lo había inventado ella, incluso durante un tiempo despreció a todo aquél que insinuase tremenda muestra de intolerancia y racismo. Y de nuevo, qué culpa tenía ella de que Sergio la abandonara por una mulatita de veinte años, y no sólo Sergio, sino el padre de su mejor amiga, que llevaba más de veinticinco años casado (esta vez, una colombiana de veintitantos), y el marido de su amiga Pilar (una cubana de trasero enorme), y el viejo verde del tercero A, y su jefe, e incluso el conserje de la empresa.
Y es que ella nunca se había considerado racista, nada más apartado de aquello. Siempre había alardeado de una postura transigente y abierta. Cómo le gustaba pasear por su barrio y cruzarse con los pakistaníes del comercio de al lado de su casa (y saludarlos, y brindarles con su sonrisa esa aceptación que tanto creía ella que necesitaban), o detenerse a charlar con la rumana de la Farola, la de los mecheros y los Klínex, y darle una moneda (acompañada siempre de su preciada y desinteresada sonrisa) sin pedirle nada a cambio. Y sobretodo, cuando más completa se sentía era al ir acompañada, como si necesitase un testigo de su buena conducta.
Una vez en el vagón, Raquel se dejó caer en el asiento, se sentía agotada. ¿Qué le diría a Alex el lunes en la oficina? O quizá no hiciera falta ninguna explicación, incluso puede que le estuviese agradecido. En ese momento miró al frente, acababa de entrar un chico de rasgos árabes. No pudo reprimir que sus ojos se clavaran en la mochila que llevaba a la espalda ¿Y si era uno de esos terroristas suicidas? Hacía semanas que habían dado la noticia, en la tele, en la radio, en todos los diarios: un grupo islamista pensaba atentar en el transporte público de Barcelona. No empieces Raquel, que no todos los moros son iguales. El chico se descolgó la bolsa y la dejó en el suelo, junto a sus pies. La mirada de Raquel puesta en la mochila y su voz interior, como una plegaria, abogando su vena antiamericana: si en el fondo no son más que unas víctimas. Notó cómo el chico árabe posaba sus ojos en su cuerpo y entonces ella, cargada de valor, le miró directamente a los ojos y le sonrió. Cómo le hubiera gustado entonces que el chico fuera en verdad un terrorista y que gracias a la ternura de su gesto se hubiera echado atrás. Una vez leyó una entrevista en la que le preguntaron a un niño soldado de Ruanda cómo había podido rehabilitarse tras semejante experiencia. Y entonces él dijo: gracias a la sonrisa de una enfermera, que vio en mí un verdadero niño. Nunca antes nadie le había podido mirar así. Raquel, en el vagón de metro, soñaba con ser esa enfermera, así que mantuvo la sonrisa. Ciertamente era guapo. Y eso que a ella (no por cuestiones de racismo, sino por pura cuestión estética), los árabes no le gustaban especialmente, como no le atraían lo más mínimo los orientales, ni tampoco los irlandeses, con su pelo y sus mofletes rojos.
Y entonces se atrevió. Se levantó y se acercó hasta el chico de la mochila. Olvidó por completo su pelo crespo por la humedad, y la selva rizada de su pubis, los michelines y la flacidez de su culo. Al fin y al cabo, qué más podía pedir él (guapa europea de clase media, de tez blanca y unos preciosos ojos azules).
—Te invito a tomar algo a mi casa.
Procuró decirlo en voz alta, para que todos los pasajeros que había a su alrededor se enterasen.
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