Propiedad privada



Se besaron,
y el tacto de sus labios les pareció
(después de una década de vivir juntos)
de la textura de los primeros besos.
Luego, él se marchó de casa.
Se llevó consigo la lavadora, el frigorífico,
el equipo de música,
los muebles del comedor.
Ella se quedó con la tele, el microondas,
la aspiradora
y el resto de los muebles.
Se seguían viendo una tarde al mes
en la cafetería de siempre
(el camarero ni siquiera sospechaba
que ya no estaban juntos, aunque la distancia
de sus manos sobre la mesa
clamaba a gritos su amor perdido).
Discutían qué hacer con la casa.
Pasó la primavera, el verano y llegó el otoño.
Él volvió a la casa y se llevó
la manta que le había tejido su abuela
y un viejo radiador.
Ella se quedó con el edredón, la chimenea,
y con el recuerdo
del calor de sus caricias.
Sentados en la misma mesa (la misma distancia entre sus manos)
seguían incapaces de ponerle un precio
a los sueños rotos.
Acordaron que él regresara a la casa
y fuera ella quien pagara el alquiler.
Con él volvieron la lavadora, el frigorífico,
el equipo de música,
los muebles del comedor.
Ella se llevó el resto
dejándole, a cambio, su ausencia.
Era invierno. Él no tenía otra opción
que quedarse con la chimenea,
así que le ofreció la manta que le había tejido su abuela
y el viejo radiador.
No sospechó entonces
que el hueco que había dejado ella
a un lado de la cama
le haría insoportable la crudeza del invierno.
Sin lugar a dudas, la nostalgia
había optado por quedarse a vivir en la casa.
Era demasiado pobre
para poder pagarse un alquiler.