El camino lo conocía bien aunque era la primera vez que me encontraba ahí, la tarde había estado soleada, plagada de un trago y dos. Siempre presa de mis remordimientos, le pedí que se alejara, justo antes de que fuera tras ella y le abrazara con la intención de sentirla otra vez. Tenía la inconciente conciencia de llevarla conmigo de paseo por las riveras de nuestros cuerpos, recuerdo que rompí las ataduras de sus pechos, poco después estábamos solos, junto a una cocina, apoyados en un mesón, envueltos en besos encarnizados, yo inmerso en su respiración agitada y ella semidesnuda empapada en deseo que se le desprendía de entre las piernas gota tras gota mientras el olor de su sexo comenzaba a penetrarme los sentidos sin regreso. Actué más por instinto que por experiencia. Acaricié con mis manos y mi boca su cuello incandecente, sus pechos puntiagudos, su vientre liso, lo hice con delicadeza y con firmeza, apreté y moldié sus gluteos, me escabullí entre su cabello y merodié su sexo, escapándome por la entrepierna o las ingles, para dejar que se diluyera en un placer ancioso que después explotara de gozo cuando por fin encontrara mi sexo llegando despacio por las entrañas del suyo.
Golpearon la puerta, abrimos los ojos, alcancé a vestirla justo antes de que entraran los otros invitados. Su rostro estaba incendiado y tenía la expresión frustada y acallada, que después pude ver en otras mujeres, de haberse estrellado antes de emprender el vuelo. |