“Te acordás? Cancha del Milan, domingo 11 de febrero de mil novecientos sesenta. No, mil novecientos sesenta y dos. Serían como cien mil que miraban y apostaban –que la saca, que la saca de nuevo- El nueve rival que me guiña y con el dedo índice me marca el palo derecho. Si, ja. Fijate si te voy a hacer caso. Toma carrera y me fusila. Que me va a fusilar!! Yo me lanzo en el aire -como tres metros- vuelo y se la saco al lado del palo izquierdo. Es que era, sigo siendo y seré el mejor arquero del siglo. Para que engañarte.
¿Que? ¿Vos no estás al tanto, no le das una ojeada a la tele, no vas a la cancha, no ves los Mundiales, la Eurocopa, la Champion o como se llame? Sí, sí, fui el mejor, aunque ahora casi no juego. Hubo un problemita y tuve que abandonar. Esos desgraciados no me dejaron seguir. Yo estaba para continuar, si aún era joven. Pero vos conoces como es esta historia. Te frenan y listo. Ellos deciden quienes se ponen los cortos y quienes no.
¡Y siempre Pepé, el capo! El primer arquero argentino atajando en una selección de Europa, el único en ser titular dentro de un país tras la Cortina de Hierro, en Europa del Este como le dicen. Me señalaban por la calle: ahí va el rey de los penales, el que se manda las atajadas imposibles. Ese era yo. Y las minas. Cuantas minas que juntaba, ¡para hacer dulce! Con decirte que me atajé mas de la mitad de los penales que me tiraron en toda mi carrera. ¿No me crees? ¡Creeme! Fijate las estadísticas, que no mienten. Fueron más de 100 los fusilamientos y como en 60 resulté airoso.
Una vez nos enfrentamos con Italia. Once tanques de guerra los hijos de puta. Pero el que me pateó el penal…, un oso como de dos metros. Diez minutos del primer tiempo, penal para ellos. Jugábamos de local en el Estadio Nacional. ¡Y dale Pepé, dale que podés!. La tribuna que me incitaba. Modugno o algo parecido se llamaba el urso. Este ni me echa un vistazo. Apoya la pelota en el piso. Lo observo y nada. Estoy como agachado y con los brazos abiertos. No se como, pero el tano patea y yo inmóvil. Te digo, ¡se lo atajé! Con vos voy a ser honesto. La pelota –el misil, la bala, el cañonazo- me pega en la boca del estomago. Fue la única vez que vomite en una cancha. Sangre y porquería largué. El árbitro detiene el encuentro. Cuándo estoy mejor y me incorporo, levanto el buzo ¿y que veo? Los gajos del balón marcados en el pecho, ¡y la piel que se me puso negra! Mamita. Y bueno, sí...en el segundo tiempo otro penal en contra. Ese, ese se lo dejé hacer….para que te voy a mentir. Pero ojo, casi se lo atajo. No vayas a creer. Y los barras alentándome…los barras con su grito de guerra: ¡Vamos Pepé, en la próxima, revancha! ¡Se te pone la piel de gallina!
Desde ese momento seguí atajando con el pecho, con los pies, con las manos, con el codo y hasta con la cabeza un par me atajé. Pero ya no fue lo mismo. Estamos a solas y a esta altura está bien que lo sepas. Comencé a tenerle como un respeto, como algún temor al shoteador. Era como estar en una mesa de examen, como si me fuesen a fusilar, como el gladiador delante del león. ¿Me entendés? No, ¡que me vas a entender! Sí, sí, los seguía atajando. Pero pasaron a ser como de vida o muerte, como que eran a matar o morir. A veces transcurría un par de meses y nada. Ninguno en contra. No te niego que los extrañaba. Si iba a ser la portada de los diarios del lunes: Pepé pudo otra vez, Pepé sigue haciendo leyenda y cosas por el estilo. Ya me leía los titulares de memoria y por anticipado, con modestia te lo confieso, ¿eh?
Pero a partir de ahí y hasta que me colgaron no me entusiasmaron como antes, ¿viste? Y si, al poco tiempo no me permitieron entrar más a una cancha y me guardaron entre cuatro paredes. Todo por esa mina. Sí, sí, esa tal Ingrid. Mirá que me buscó, me buscó. Después de todo me tenía bastante podrido. Pero fue un accidente. Fuimos con Simón y otra nami a un cabarute. Copa va, copita viene. ¡Y pensar que a las doce horas jugábamos la final ¡No, que iba a haber concentración! Yo solo me concentraba con mujeres, ¡Jua jua!!! Simóncito que viene y me dice: Pepé, vamos a mi casa que mañana tenemos que estar de diez. Y yo que no, que la última, que la última. E Ingrid que dale, vamos que la seguimos otro día, hacele caso a tu amigo.
Simón era el goleador y yo el arquero. ¡Que dupla, compañero! Si éramos dos cracks, las estrellas indiscutidas. Y éramos AMIGOS, con mayúscula. Pero, no sé, me empuja y ahí nomás mando a Simón al piso de un manotazo. Me trastorno. ¿Y que pasó luego? Aparecí en la cana y en la página de policiales, así de corrido te lo escribo y así sucedieron los hechos. ¿Que loco, no? Aguantá, que todavía no te conté lo mejor. El periódico decía en letras catástrofe: Pepé preso. Asesino y Alcoholizado. Que sé yo. Ya ni me acuerdo. Decía además que el muerto no era mi amigo, sino Ingrid. ¿Lo podes creer? ¡Ni chiflado! Después boludearon mal. Que la agarré del cuello, nada que ver.
Que frío hermano. Dale, entremos que es la hora. Por fin, otra vez a jugar un partido. Extrañaba ponerme los cortos, calzarme los guantes y el buzo. Y el orgullo del aplauso, el griterío de la multitud voceándome: ¡Pepé, Pepé! El pecho inflado a los cuatro vientos. ¡Sabes como lo extrañaba, mi Dios! A este partido lo vengo esperando desde hace unos cuantos años. Que hoy, que mañana, que pasado. Que un fulano lo postergaba. Que sí, que no. Pero definitivamente es hoy. ¿Que? ¿Vos no sos el árbitro? ¿Sos el que va a patear los penales? ¿A no? Bueno, seas lo que seas, las posibilidades están de mi lado, como siempre.
No olvides que en toda mi trayectoria, y por las agallas que tengo, en el sesenta por ciento de los tiros penales que me patearon no me pudieron perforar el arco. Ah, sos el verdugo… ¿Y porque crees que los siete tiros de los fusileros van a perforar mi cuerpo?”
Amanecía en silencio y con nevadas la vieja Europa. En nuestro país el sol del mediodía acompañaba las crónicas del informativo. Anunciaban que el cadáver maltrecho de un famoso arquero de fútbol yacía en una lejana y gélida morgue, agujereado por siete perdigones cobardes: cinco a la altura del pecho y uno en cada mano. Manos ya vencidas y que hicieron cuento. Un hincha, al oír la noticia, se animó y asomándose al balcón, cual barra en estado de éxtasis, gritó a los cuatro vientos: ¡Vamos Pepé, en la próxima, revancha!
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