Don Javier. Espiritista
Javier vivía frente a mi casa, casi llegando a la esquina derecha, muy pocas veces sacaba la silla a la puerta como hacía el resto de los vecinos de su edad. Nunca supe cuantos años tenía pero era bastante mayor y a mis nueve años me parecía aún más viejo. Se decía que vivía con una hermana, pero ninguno de los vecinos del barrio la vio jamás.
Javier era flaco y encorvado, con las clavículas como largos remaches cuyas puntas se asomaban descaradamente de los hombros. A causa de su rodilla rota no podía flexionar su pierna derecha, a cada paso la izquierda se movía como una tabla suspendida en el vacío por el garfio oscilante de una grúa.
La cara era huesuda con una nariz que nunca me animé a escudriñar por temor a que me descubriera. No podía dejar de mirar sus ojos brillosos hundidos en las ojeras negras. Parecían mirar desde la profundidad de una caverna. Sus orejas eran alargadas como si hubiera usado aros muy pesados toda su vida. Todas esas piezas sobresalientes se desparramaban debajo de una cabeza llena de verrugas y lunares, por la corona de un anémico pelo largo de un blanco amarillento.
En verano usaba una camisola larga y en invierno le sumaba un poncho gastado de un marrón desteñido. Ambas prendas parecían pesar en exceso sobre su esqueleto.
Eran mediados de los años setenta y por ese entonces vivía en la calle Itaquí cerca del puente de Tilcara en el barrio de Soldati, donde nos juntábamos para jugar a la pelota. A veces me retiraba del partido con alguna excusa. En esas ocasiones veía salir a Javier de su casa justo cuando yo entraba en la mía. En el tiempo que a mi me llevaba lavarme la cara, tomar el jugo extremadamente rebajado que preparaba mi madre, ir al baño y hasta pasear por los cuatro canales de televisión que había en aquel entonces, Javier aún no llegaba a la otra esquina. Allí solía detenerse para armar prolijamente un cigarro, que sellaba salivando con sus labios finos.
Casi todos sus dedos tenían un color marrón oscuro a causa del tabaco; fumaba hasta que el cigarrillo se perdía entre sus dedos.
Al principio, el humo me molestaba. Luego me acostumbré, y los cigarros con filtro me parecían tímidos, cobardes en aroma. Mientras hablaba, el humo separaba sus palabras armando suaves frases que formaban oraciones nunca antes pronunciadas.
Enhebraba las palabras pausadamente, se detenía unos segundos antes de llegar al precipicio de la frase. Eso convertía en más preciadas sus palabras.
No conversaba con mucha gente, y solo abordaba temas triviales con los vecinos del barrio mientras compraba alguna fruta para su hermana.
Aunque algunas noches pude escucharlo contar alguna historia, daba la sensación de que para él era más importante encender su pipa o pitar el cigarro que detenerse a hablar con los vecinos.
Un día las palabras de Don Javier bastaron para sanar mi vergüenza. Era sábado a la tarde y me había sentado en el umbral de mi casa a escuchar Camilo Sesto en mi grabador Sony. Javier se detuvo delante de mí pero conservando la mirada hacia adelante como si estuviera dirigiendo toda su energía hacia otro sentido. Me dijo:
--Vos no escuchas la misma música que los otros pibes.
Era cierto. Los muchachos del colegio escuchaban rock nacional, los del barrio preferían la música disco, y yo los románticos. En el fondo hacía mucha fuerza para ocultar mi gusto por esas baladas, que eran catalogadas de “grasa”. Sin embargo, desde aquel momento me sentí distinguido, poseedor de un gusto especial.
Aquella vez mientras se retiraba, dejó caer un:
- “Que lo disfrutes”.
Decían que hablaba con los espíritus. El viejo “Coco”, un policía retirado que se sentaba todo el día en la puerta con su silla de paja al revés, aseguraba que Javier era espiritista, que ya no lo hacía más, pero que en un tiempo lo visitaba mucha gente distinguida para consultarle acerca de los desaparecidos.
Los muchachos más grandes le decían; “Loco”, “Viejo espiritista”, “Espanta pájaros” o solamente “Viejo”, con aire burlón, pero con el tiempo todos le fueron diciendo solo “Don Javier”.
En una oportunidad se cruzó hacia la esquina donde se juntaba la banda del barrio. Estaba “el Male”, un pibe petiso y fanfarrón que solía hacerle muecas mientras caminaba, como un mimo que imita exageradamente los movimientos. Javier se acercó y le estuvo hablando un rato. Luego de esa charla cada vez que “el Male” lo veía, bajaba la cabeza.
Lo mismo pasó con “Tucho” que escupía cerca sus pies. Dicen que el padre de “Tucho” que había fallecido unos años antes, mantuvo una especie de amistad con Javier. Una tarde al encontrarlo sentado en el umbral de su casa, le habló por un rato. Ese día “Tucho” no pegó un ojo en toda la noche y, a la mañana siguiente su madre fue a golpear la puerta de chapa de la casa de Javier mientras le gritaba:
-- “Viejo loco, no te metas con mi familia”.
Lo recuerdo las noches de frió con lluvia bajo un balcón. Su mirada fija en el vacío, su cara pálida fumando sin parar. No me puedo olvidar de su sonrisa de hielo, una vez que alcanzaba su forma definitiva, no se derretía rápidamente; incluso vi cómo su sonrisa congelada permanecía incólume luego de que su interlocutor se había retirado.
A mis padres no les gustaba que estuviera con él, aunque no me lo prohibían. Mi madre decía que era un viejo degenerado, y mi padre que era un vago, que no le gustaba laburar, que curró toda su vida con el yeite de la clarividencia.
Un día el timbre sonó insistentemente en mi casa. Era Javier que nos advertía la presencia de unos ladroncitos de la Villa Perito Moreno. Habían forzado el baúl del Fiat 600 de mi padre. Los pibes se alejaban caminando rápidamente cuando mi padre salió corriendo tras ellos. Pero Javier lo detuvo sujetándolo del brazo y le dijo:
-- Déjelos, quédese con su familia
No me olvido más las palabras de mi padre:
- Gracias Don Javier
Al otro día, mi madre le dedicó su primer sonrisa junto con un abundante plato de buñuelos de acelga.
La última vez que hable con él fue cuando tenía trece años. Estaba ensimismado en mis pensamientos, sentado en el angosto umbral del almacén abandonado de la esquina. Al verme Don Javier se detuvo, permaneció unos segundos pitando su cigarrillo y exhaló la pregunta:
-¿Qué te pasa pibe?
Balbuceé que había una chica que me gustaba pero no sabía qué hacer, no sabía qué era lo mejor, si invitarla a salir o esperar la oportunidad.
--Estela ¿verdad? Preguntó confianzudo.
Estela era recién llegada de Paraguay, sobrina de un vecino. Tenía mi misma edad pero parecía haber vivido mucho más. Se relacionaba con todos los hombres de la misma manera; era, hasta un poco descarada. Me intimidaba su soltura; parecía que no le tenía miedo a nada.
Decían que era una chica que la dejaban salir sin problema, que para entrar en contacto con su cuerpo solo había que tener ganas. Hoy creo que me senté en esa esquina esperando a que llegara Javier, porque era la única persona que no se iba a burlar de mí. Era lo único que me animaba a asegurar de ese hombre y a mi edad, aquello no era poco.
Contó con su voz suave una anécdota que me sorprendió:
- Una vez un discípulo de Sócrates le preguntó al maestro acerca de la conveniencia de casarse o no. Entonces Sócrates le respondió:”Hagas lo que hagas te arrepentirás”.
Al otro día no me arrepentí de haber invitado a Estela a ir al centro.
Ese verano al regresar de las vacaciones el verdulero le contó a mi madre que Javier había fallecido la semana anterior. Lo encontraron muerto con un cigarro en la boca. En su casa no hallaron a la hermana. No hubo manera de contactarse con ningún pariente.
A mis diecisiete años todo había cambiado: Los muchachos del barrio solo hablábamos de autos, mujeres y fútbol, no había lugar para ningún otro tema.
Una noche nos juntamos en la casa de los abuelos de “Nacho”. La vivienda estaba tal cuál la había dejado su abuela antes de morir unos meses antes, lo que le daba al lugar un clima sórdido. Estábamos Nacho, el Male, yo y dos chicas de la murga de Boedo, la Colo y la Chaca. El plan era jugar al juego de la copa para asustarlas y que tuvieran la necesidad de refugiarse en nuestros brazos.
Yo había escuchado de que se trataba el juego una noche que salí de campamento, se contaron algunas historias acerca del ritual de la copa, casi todos los presentes allí coincidían en que se trataba de algo más que un simple juego, Desde aquel entonces esperé la ocasión para hacer mi propia experiencia.
Esa noche lo único que hacía ruido era el motor de la heladera Siam que se sacudía como si hubiera alguien adentro queriendo escapar.
Pusimos una copa al revés en el medio de la mesa de la cocina, cortamos triangulitos de papel con letras y números. Colocamos el SI y el NO en cuadraditos de cartón a los costados de la copa. En ese momento hicimos un silencio y “Nacho” pronunció las palabras según lo habíamos ensayado:
- Ohhhh espíritu blanco y espíritu negro te invocamos con respeto más allá de nuestros muertos.
Todos pusimos los dedos sobre la copa y Nacho formuló la pregunta con una voz ronca, o más bien como un lento eructo que se hace entender:
--¿Espíritu estas allí?
Transcurrieron unos segundos en silencio, me distraje observando los ojos saltones de la Chaca.
La copa se movió lo suficiente como para ponerse del lado del SI. De prisa y agitado el Male preguntó ansioso:
--¿Cómo te llamas?
La copa de cristal comenzó a moverse secundada por nuestros dedos, que la seguían temblorosos. Entonces se dirigió hacia la “J”, luego la “A”. La veía moverse pero no lo creía, por unos instantes pensé que fue un error de mi percepción. Luego de unos segundos retornó a su viaje hacia el extremo donde estaba la “V” corta, retrocedió hacia la “I” latina donde permaneció inmóvil. Mi corazón palpitaba ruidosamente como si lo oyera con un estetoscopio. Reanudó su marcha rozando la “E” y se dirigió decidida hasta tocar el cartón de la “R”. Ahí se detuvo.
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