Nadie le prestó atención. Nadie más que ella, que no quería entender su determinación. No tenía razón ni autoridad para reprocharle, pero ¡cuánto le amaba!, y por Dios que si hubiera podido pedirle perdón lo hubiera hecho, mas nunca supo mentir. Solo le quedó mirando largo rato con los ojos bien mojados, quizás por su caminar tristón o quizás por el vapor del café a medio acabar. Así, ella le regaló una última sonrisa, y él, sin despedirse, se giró sobre sus pasos y se desvaneció en la tarde, mientras en el radio sonaba la canción más triste del mundo.