El sudor aparecía. El calor era el mago. El movimiento las palabras mágicas. La pasión el asombro.
Ella se sabe emperadora. Tiene el poder en sus ojos y en sus actos. Por eso, Dubetar no supo qué hacer cuando ella mostró su pasaporte, en la cama, esa noche.
Bebió un par de tres sorbos de agua mineral. Luego, sus cuatro extremidades la abrazaron.
Quieta, sonrió.
Sí, estaba decidida. Siempre lo es.
“¿Estás embarazada?”
Dubetar trató desde sus cinco pulgadas de distancia, descifrar su expresión. Pero la incertidumbre y el revoltijo en su pecho impidieron que notara en ella la tristeza bajo tan pleno y decidido gesto de naturalidad.
Le preguntó si estaba enojado.
Apenas pudo analizarse. De enojo nada, de todo lo demás, tal vez.
Era verdad. El finlandés,
¡El finlandés!
Cómica desgracia.
Dolor en el estómago, ardor, fuego. Celos.
Trepaban penas.
Se mecía la desolación.
En todo el horizonte había llanto.
Y ellos abrazados en el ahora.
Ella, no. Ella no.
En ese instante, ella se dejaba querer.
.
..
…
“¿Por qué estamos aquí?” Le preguntó Dubetar, perdido.
“Por el éxtasis que nos damos” Respondió.
Y ella, en todo su movimiento y su voz, fue tan dulce y sincera, que Dubetar no dudó. Era metafísica. Era su acción. Era su mente. Sus diamantes intangibles. Sintió que ella lo amaba a él. Y que sus motivos eran tan inescrutables y poderosos, como la emperadora que era.
¡!
El hijo, en Finlandia, se llamó Dubetar.
Fin.
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