Para los viejos del pueblo, -incluidos entre estos a mis propios padres-, doña María seguramente fue, un personaje inexistente o a lo sumo uno muy insignificante. Para nosotros al contrario fue sin la menor de las dudas, el más notable de ellos. Doña María era conocida en el bajo mundo de nuestra adolescencia como la abuelita. Y ejercía como bien habrán sospechado, el oficio más antiguo del mundo. Según me cuentan, en aquellos ayeres la buena mujer rondaba los 55 años, vivía al otro lado de las vías del tren, muy cerca del centro del pueblo y que era sobre todas las buenas referencias, amén de comprensiva, muy cariñosa. Apelo aquí a mi inocencia y mi pudor, pero sobre todo a la ventaja que me da haber sido yo y no otro, el que cuenta esta historia, para dejar en claro que jamás aquellas mis necesidades fueron cubiertas por la abuelita, de allí el recurso narrativo de me cuentan...
Me cuentan pues, que habiéndose presentado con ella un buen amigo de la infancia, y que a la sazón andaría alrededor de los 16 abriles, y después por supuesto de haber cubierto sus más ancestrales necesidades, cayó en cuenta de que no llevaba ni una sola moneda para el pago requerido por la buena suripanta. Rogó. Ensayó la mejor cara de compungido. Se apenó. Entornó los ojos, y en fin, puso su mejor empeño y la más florida lengua, para lograr con aquellos gestos, lo que los cánones marcaban como absolutamente útiles, en el mejor afán de salir lo mejor librado de dicha circunstancia. La buena mujer, comprensiva hasta la pared de enfrente, aceptó resignada aquellos gestos de arrepentimiento que habían sido considerados como su pago.
Pasaron apenas unos días, y estando doña María de compras, en el mercado del pueblo, se topó de pronto con la señora Z, -madre de aquel amigo neo-desvirgado-,
-Hay mamacita, dijo doña María
-me da mucha pena abordarte en estas circunstancias, pero fíjate que tu hijito me quedó a deber 20 pesos. Agregó enseguida.
La señora Z ligeramente turbada, y habiendo reconocido en aquella mujer, a quien las lenguas del pueblo tenían bien identificada, sacó de su monedero aquellos pesos, y los colocó en la mano que se extendía, -sin ningún remordimiento-, abierta.
Era el pueblo. Eran los años setentas. Eran las ansias y las angustias. Eran las buenas gentes que acompañaban nuestras vidas. Eran también las madres, a las que de algún modo, les aliviaba saber que para todo había almas buenas y caritativas.
Salto de Agua Chiapas, verano de 1974
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