Las visitas al cementerio habían empezado casi por casualidad el año de la gran canícula, mientras recorría las calles en busca de un poco de sombra. Cuando por fin la encontré bajo los árboles centenarios, pude darme cuenta de que la tan mentada paz de los cementerios era real y casi tangible, y entonces me propuse dar un paseo diario por el lugar mientras durara el calor sofocante. Me gustaba caminar al azar por los senderos laberínticos para ir descubriendo rincones con secretos insondables, plazuelas y glorietas que nunca hubiese imaginado pudiesen existir en tal lugar, y por sobre todo, ese sinnúmero de esculturas que parecían surgir de repente, cuando uno menos se lo esperaba. Las dividía en dos categorías, las dolorosas, de las cuales la mayoría eran de índole religiosas, y las triunfantes, de inspiración masónica.
Iniciaba mi recorrido desde la imponente entrada principal observando mausoleos y esculturas, preguntándome cual era el motivo que impulsaba a los hombres a construir esos edificios en miniatura, símbolo del poder que habían tenido durante su fugaz paso por la tierra. El cementerio prolongaba en forma insolente las divisiones de la sociedad: que diferencia abismal había entre esos monumentos funerarios con escalinatas, columnas y ornamentos arquitectónicos de todo tipo, reservados a los difuntos de una única familia, y las galerías, esos altos y estrechos bloques paralelos con nichos individuales, perpetuos para los más afortunados, y temporales, para el resto.
A decir verdad, siempre preferí con creces los “patios de tierra” a los fríos nichos de cemento, y hasta llegué a dar instrucciones a mi familia para que me enterrasen en uno de esos sepulcros, así sería incinerado cinco años más tarde, lo que me convenía perfectamente, pero mi parentela puso el grito en el cielo, diciendo que como se me ocurría, que yo no era pobre ni menos indigente y que qué iban a decir los conocidos si me sepultaban en la tierra desnuda, un lugar tan poco conveniente. Fue entonces que tomé conciencia de que mi propia muerte no me pertenecía, y que una vez muerto ya no se trataba ni de mí ni de mi aspiración a ser sepultado en la tierra como lo había sido la mayoría de la humanidad durante siglos, sino del prestigio familiar. En un principio pensé dirigirme a un notario para dejar constancia escrita de mis intenciones, pero luego me dije que de todos modos ya estaría muerto y que para descansar verdaderamente en paz era mejor dejar a todo el mundo tranquilo, en especial a mi familia.
En esa época me sentía tremendamente solo. Yo, que desde niño había acariciado en secreto la idea de emprender el vuelo lejos de la austeridad impuesta por mi padre, había ido postergando esa partida, principalmente para no alejarme de mi madre, en una especie de unión solidaria para eludir la dictadura paterna. Sin embargo, a pesar de mi timidez exagerada que me había impedido casarme, nunca perdí el deseo de fundar un hogar, hasta que al irme acercando a la cincuentena empecé a aceptar por fin la idea de mi soltería y de quedarme a vivir definitivamente en la casona familiar con mis padres y mi hermano Atilio con toda su familia.
Pero no bien estaba empezando a acostumbrarme a la idea, que mi padre falleció bruscamente, seguido poco tiempo después por mi dulce madre, y no me quedó más remedio que rendirme a la evidencia: para Atilio y su familia yo no era más que un simple allegado, casi un estorbo en la casa, una especie de fantasma que sólo veían a las horas de comida, que en esa casa siempre se habían hecho en un silencio tan completo que era posible escuchar cada ruido que hacían los comensales al masticar o deglutir. Esos discretos ruidos, que Atilio y Florinda trataban de evitar cautelosamente, provocaban la hilaridad de mis sobrinos, eran casi siempre las mellizas las que estallaban primero, y Atilio con aire severo, los iba mandando uno a uno al patio privándolos además de postre. Esos momentos de explosión infantil en medio de la sacrosanta comida eran para mí los únicos realmente placenteros en ese hogar.
Y es así que cuando quedé cesante, no les avisé y seguí partiendo de casa temprano como de costumbre, discreto y pulcro, con corbata y vestón. Animado por un sentimiento de libertad recobrada, recorría silbando los cuarenta minutos a pie que me separaban del cementerio en donde poco a poco me había ido haciendo de amigos, que conocía por sus nombres grabados en la losa, a los que trataba de visitar sin dejar de pasar muchos días entre cada visita. Paradójicamente, nunca se me ocurrió visitar la tumba de algún conocido ni menos la de un pariente muerto; el cementerio representaba para mí un lugar de evasión de la vida insulsa y austera que me había tocado vivir.
Con el tiempo, una idea empezó a rondar por mi mente, algunos de esos mausoleos estaban al abandono, nadie los visitaba ni siquiera para el día de los muertos ni el de todos los santos. ¿Por qué no quedarme a vivir en uno de ellos para no tener que ir y volver varias veces al día a presentarme cinco minutos antes de comer en esa casa en donde nadie me apreciaba realmente? Así podría dedicarme por completo a acrecentar mi conocimiento de ese lugar que tanto me fascinaba. Empezó entonces la búsqueda del mausoleo que sería mi morada, de preferencia uno de aquellos caídos en el olvido desde hacía añares. Después de largos meses de observación minuciosa, me decidí por uno cuya entrada se encontraba oculta tras un enorme arbusto que con el tiempo había crecido desmesuradamente: era una construcción doble, de estilo rococó, y con un espacio cubierto entre las dos agujas góticas del palacio en miniatura.
Todo fue planificado en detalle, empecé por arrendar una pieza con vista al camposanto que sería mi cuartel general para ir acumulando mis haberes. Lo primero que compré fue una buena mochila para ir llevando los objetos personales que estimaba me harían falta: una parka con capucha para el invierno, un saco de dormir para bajas temperaturas, guantes, bufanda y unas calcetas de lana gruesa. Todo eso lo encontré en una tienda especializada en artículos de andinismo, en donde agregué además una linterna con dinamo, una manta isotérmica de supervivencia, un termo y una buena provisión de alimentos liofilizados, de esos concebidos para astronautas. Y para no despertar sospechas, comencé a llegar cada día con un sandwich y un termo dentro de la mochila, para que se acostumbraran a verme llegar cargado con ella, y me sentaba ostentosamente a comer en diferentes lugares.
Poco a poco fui llevando mis enseres hasta el interior de la pequeña capilla del monumento en cuestión, y lo hice en forma tan discreta que nadie se percató de mi mudanza, la gente que allí trabajaba ya no se sorprendía al verme pues yo había pasado a formar parte del entorno al igual que los árboles o las estatuas. En un principio, seguí arrendando la pieza con el fin de dormir de vez en cuando en una cama y por sobre todo, de ducharme y afeitarme, pero con el tiempo fui quedándome cada vez más seguido en mi nuevo hogar al que me acostumbré tanto que un buen día terminé por olvidarme de ir a cobrar mi pensión de jubilado y perdí así el uso definitivo de la pieza. No por eso dejé de vestirme con terno y corbata, ni de peinar diariamente mi pelo y barba blanquecinos que se alargaban imperceptiblemente. La señora Jacinta, que se ocupaba de las tumbas del sector, empezó a pasarme agua para la bebida y el aseo, además nunca faltaba alguno de los trabajadores del cementerio que me pasara algo para comer, y es así como nunca pude quejarme de pasar hambre o sed.
Los únicos momentos en que no soportaba estar en el lugar era para el día de los muertos, y desde el alba empezaba a prepararme para levar anclas alejándome del bullicio de la marea humana sudorosa y polvorienta que invadía el cementerio. Los dos primeros días de noviembre los pasaba en algún parque y sólo regresaba poco antes del cierre, en espera de que la tranquilidad se instalara nuevamente entre los senderos bordeados de árboles de donde prácticamente ya no salía.
Los años han pasado, ya perdí la cuenta, hace mucho que la señora Jacinta pasó a ser uno más de los alojados del lugar, el resto de la gente que trabaja en el camposanto ya no me reconoce, para ellos soy transparente y la verdad yo tampoco los necesito, ya aprendí a prescindir de la comida y el agua. Además, ahora puedo charlar con todos mis amigos, esos que ante solo conocía por sus nombres grabados en las losas de sus tumbas.
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