- ¡Vamos, tras él!
- ¿Qué haré ahora?- pensaba Oscar mientras movía sus aletas rápidamente tratando de escapar de sus tres compañeros de celda.
Oscar ya no podía soportarlo. No sabía cuánto tiempo llevaba en esa situación. Tampoco tenía recuerdos de sus padres. Le daba la sensación que había nacido en ese lugar lleno de luces con enormes rostros humanos que se acercaban incansables a mirarlo y manos que golpeaban el vidrio sin piedad a pesar del letrero que indicaba no hacerlo. Y para colmo, esos tres peces, más grandes que él. Probablemente llevaban más tiempo que Oscar en ese lugar y ya se habían apoderado de todos los rincones acuáticos que se les tenía permitido.
- Por favor, váyanse. Sólo quiero nadar tranquilo. – Les imploraba Oscar sin resultado.
No había piedra donde esconderse ni arena que le diera abrigo. Así, día tras día tenía que soportar los golpes de sus compañeros mayores. Oscar no sabía qué hacía en ese lugar, pero su única esperanza se basaba en historias que recordaba haber escuchado como recién nacido en donde algún pez mayor le hablaba de enormes masas de agua llamadas lagos en donde los peces podían nadar libremente. En aquel paraíso no había escasez de alimento ni problemas territoriales.
Cuando Tobías, Jeremías y Nofré se aburrieron de golpear a Oscar se dedicaron a jugar y revolotear en el acuario. El pequeño Oscar no tenía fuerzas para moverse. Tampoco tenía amigos en ese lugar. Por lo que se quedó tranquilo en un rincón, lo más lejos posible de los demás peces.
Fue en ese momento cuando vio a un hombre que no paraba de mirarlo. Oscar lo miró de vuelta. Era joven aún aunque llevaba barba y un par de anteojos gruesos que no lo dejaban de observar. Oscar se acercó al extraño y le trató de hablar, pero el hombre sólo veía salir burbujas de la boca de Oscar.
Oscar tampoco podía oír al hombre de barba, pero veía que lo estaba apuntando con su índice mientras le hablaba a uno de los vendedores. Se abrió la tapa del acuario y el vendedor acercó una malla a Oscar. El pez se asustó y comenzó a nadar rápidamente. Tobías, Jeremías y Nofré se asustaron ante tanta conmoción y se apiñaron en un rincón del acuario. Por más que nadó, el vendedor logró capturar a Oscar y lo metió a una bolsa con agua. Los ojitos de Oscar se agrandaron tratando de entender qué sucedía y hacia dónde lo llevaban. Sólo logró calmarse cuando se dio cuenta que era el hombre de barba el que se lo llevaba. No sabía quién era esa persona, pero su presencia le inspiraba tranquilidad.
Después de un tiempo que se le hizo interminable al pobre Oscar, llegaron al hogar del hombre. Oscar no lo podía creer, ¡había un gran acuario sólo para él! El hombre, con cuidado, trasladó al pececito a su nuevo hogar. ¡Oscar lloraba de felicidad! Comenzó a nadar y dar piruetas. ¡Habían piedras donde esconderse y jugar! ¡Y arena! ¡Tanta arena como jamás había visto en toda su vida! Hundía su cabeza en la arena y la sacaba jugando como el niño que era. Para colmo, cuando ya se había cansado de jugar, el hombre de barba le dio comida. Oscar no podía parar de sonreír. Definitivamente ese había sido el mejor banquete de su vida. Mientras tanto, el hombre de barba lo miraba y le sonreía junto a Neko, el gato de la casa. Todos los días Neko jugaba a través del vidrio con Oscar y el hombre de barba los observaba feliz. De vez en cuando venían un par de niños a ver a Oscar. Pero no eran como los de su hogar anterior, que le golpeaban el vidrio y lo atormentaban. Estos pequeñitos miraban con ternura a Oscar a través del vidrio y se reían con las gracias del pequeño pez. Ahora sí, Oscar era un pez feliz.
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