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La niña, aquella de chocolate en los dientes y dientes en la sonrisa, lloraba un chubasco sin nubarrones en la esquina más pequeña de la casa, manchando el vestido de domingo con soledades saladas. La abuela, ella que no usaba chocolate en los dientes, no por gusto sino por meritita educación y recomendación médica, se le acerco y le dijo, Vamos Yuli, para de llorar, al menos tu sabes que nunca estas sola, no como era en mis tiempos. Yo ya era más que una adulta, sin más trenzas ni resortes para saltar, sin muchas tristezas ni alegrías, y con menos pronósticos que añoranzas, cuando descubrieron las costumbres de la muerte.

Cuando yo de niña, todos pensábamos, o más bien sabíamos que la muerte era solo una, y una sola era la muerte. Una señora con mas huesos que vestido, deambulando por las avenidas y dormitando en hospitales; arrancando vidas y dejando cuerpos vacantes, tirados o bien acomodados, pero al fin secos. La señora, para algunos santa y para otros más puta, te vigilaba con sigilo, a distancia, como buitre esperando el ultimo tropiezo, rauda se agazapaba sobre tu pesado cuerpo y te dejaba más solo que al principio, mas muerto que de costumbre.

Ahora bien, para ti la cosa siempre fue distinta, corriste con la suerte, o corrieron hacia la suerte para tu buena suerte, y los poetas se acostaron con la ciencia, o quizás fueron los científicos quienes se acostaron con la poesía, ya sabes que ellos siempre tienen procesos más eficaces y lenguas menos sueltas. Los resultados fueron nuevos, aunque poco sorpresivos. Como se esperaba de tal coalición no tardaron en inventar un medidor para el amor, que a nuestro pesar resulto con niveles por debajo del nivel del cinismo, previamente determinado por el medidor de cinismo; inventaron el visor de aura, aquel que se usaba en los tiempos de mi abuelo con métodos rudimentarios y generalmente descalificados en los diarios; inventaron un ordenador poeta, una receta para la felicidad, tres vacunas nuevas y cosas varias.

Posterior a tanto invento sin resultados pragmáticos, se dedicaron al descubrimiento.

Entonces lo supimos, aquella historia fabulosa, y fabula histórica, sobre la señora, que si bien era justa, ajusticiaba contra el salario mínimo, y nos robaba el tiempo llevándoselo en su humilde barca a las parcelas de Hades, o a otro mercado menos mitológico pero con destino idéntico; era mentira.

La muerte era una gemela siamesa, un espectro por debajo de lo electromagnético, imposible de detectar por los métodos tradicionales, pero ahora más que superados. La antítesis de la vida, pero de correlativa dependencia.

Un espectro así de chiquito aparecía pegado, y apegado, desde la gestación al cuerpo del infante, o cuasi infante. Se desarrollaba y salía a la luz acompañado, acompañando, tomados no de la mano, pero si del riñón o la columna vertebral. No tardaban más de seis meses en sacudirse y ser sacudido uno del otro; separados, pero aun así, siempre juntos, por correlativa dependencia.

A diferencia de nosotros, que debemos adaptarnos al colegio desde pequeños, la muerte debe adaptarse a nosotros, y al colegio también, pues de eso ni la muerte se salva. Descalza juega con nosotros y salta nuestros saltos. Ríe cuando lloramos, y reímos cuando ella llora, no en burla, sino en equilibrio; y así crece con propósitos menos siniestros de lo que siempre se especuló.

De muy joven, inexperta e inquieta, mata mascotas de forma arbitraria, familiares con mesura, y cientos de planes fantásticos. La muerte, por supuesto, a esta edad carece de la permanencia que la distinguirá en una edad más madura; en esta etapa la muerte es temporal y mucho menos grave de lo puede llegar a ser.

Avanza caprichosa y maleducada; rebelde y obstinada a la adolescencia. Arranca vidas y pierde almas; para su siamés corpóreo adolescente, caprichoso y maleducado; rebelde y obstinado, se vuelve la peor de las condenas, el presagio más temido y la protagonista de las más intrincadas pesadillas; y el, a su vez, con sus enamoramientos de microondas, sus quebrantos de corazón, de pulmón y de hígado, se vuelve la peor de las condenas para esta muerte con acné. La pareja pueril, falta de juicio, se declara la guerra; ideas de revolución e inmortalidad combaten con planes de segura mortandad; y así permanecen años, enfadados, sin hablarse ni en días de fiesta, sin pasarse la ensalada a la hora de la mesa.

Inevitable, hasta para la muerte, el tiempo cura la juventud. La muerte, ya acostumbrada al pelo donde antes no tenía, con empleo de oficina y con muchos mal encuentros con su hermano vivo superados, acompaña a su igualmente maduro acompañante; comparten automóvil y continúan la semana; con peleas de ocasión por desacuerdo de vida y de muerte, pero con mayores acuerdos de vida y muerte. A pesar de su amistad, o tal vez por la misma, pierden cercanía, se desfamiliarizan. Hundidos en documentos, citas y obligaciones dejan de pensar uno en otro, y viceversa.

Siempre pronto, el destino une lo que va junto; no hace falta más que un acontecimiento de muerte, o de vida; uno de esos que te comen el estomago y te presionan el esternón, para juntar a estos cercanos tan distantes. Así, un domingo cualquiera, cansados y maduros, toman un café y dieciséis compas. Amistada, la ya señora, con la poca muerte que le queda, se hermana cual siamés a la poca vida de su hermano, y tomados, ahora sí de la mano, caminan el mismo camino; calendarizan los días de vida, los de muerte y los de asueto; conspiran a solas matando como nunca y naciendo como siempre. Se comprenden mas allá de lo comprensible y no se sientan, sino que saltan los saltos del otro hasta que juntos y jubilosos se desmundizan, abandonan su vida y su muerte, dejando solos a los de atrás, pero ellos nunca, nunca solos, siempre acompañados, como siameses tomados de la mano, tomando un café y dieciséis copas mas allá de la realidad.

Para cuando la abuela termino la historia, Yuli reía a carcajadas jugando con una caja de cartón, ella y su muerte pretendían vivir en una casa sin ventanas. Yuli, adentro, tomaba el té y su muerte, afuera lloraba chubascos sin nubarrones mientras oía una historia que le contaba su abuela.



Jaime Carcaño y Muerte

Texto agregado el 29-03-2011, y leído por 189 visitantes. (1 voto)


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