La avenida Wheelwright se extiende penosa, lánguida, rellena de grises, niebla y adoquines. La mañana fría de invierno, apenas iluminada, va dibujando sobre su cuerpo una disimulada curva que se inclina hacia la izquierda. De este modo la calle confirma el asco común que todos los objetos tienen hacia el parque y el río.
Algunos transeúntes fantasmales y tristes, pintados de un color pálido, obligados por una presión del día sobre sus nucas, miran las grisáceas y manchadas baldosas de la vereda. Otros, más valientes, dejan reposar sus ojos en el sol; lo miran lacónicamente y muerden sus lenguas, presionan las muelas, comprimen el ceño. Pero esa iluminación no supera los deslucidos colores de sus caras, que gesticulan un dolor usual en los hombres a esta hora. Un dolor indómito, constante, repetitivo y presente en cada silueta del parque, la calle, y los torpes edificios. El adoquinado sendero, que se dilata como tentando a la búsqueda (¿de qué?), va vomitando por su centro una fila de autos. Separados, lentos, primitivos, inestables. A sus costados los paseantes se detienen ante alguna vidriera para, en secreto, darle una mirada a la voluptuosidad de las barrancas. Nunca directamente, siempre por el reflejo, siempre disimuladamente; así de indómito es ese dolor, común, total, humano.
Entre todas las calles perpendiculares al parque, la que más me sorprende es Dorrego. Tiene la forma (es forma), la arquitectura precisa, la inclinación exacta, como para darnos un golpe directo. Muchas veces vi cómo, inconscientemente, algunas personas, cuando salen directamente por Dorrego a estas horas, tapan su vista con una de sus manos. Así creen protegerse del destello espectacular del sol más vivo de invierno. Es la excusa perfecta, pero sólo se trata de otra consecuencia del aparato vivo, armónico. Esas sombras, que consiguen formar con sus manos, no los pueden resguardar del todo; al contrario, si alguien los quiere proteger, es el sol que los encandila. Siempre, al final, esa profilaxis los engaña y terminan en las vísceras mismas del parque (que a esa altura se llama De Las Colectividades). En estos momentos, donde las utopías son inquietadas, creo reconocer en algunos una impresión de vida, de vida pura. Dorrego puede regalar una mirada crepuscular, una mirada intensa al parque -siempre escondido entre las barrancas-: una mirada que lo reconoce como una armonía viva. Pero todo es ilusión. La envidia corroe todos los cuerpos, los gusanos hacen festín en sus almas.
Es chocante. Pero, ¿de qué otra manera podría ser?. No voy a decir que el cuerpo humano carece de armonía entre sus partes. Eso no es así. Pero este cuerpo carece de discordias, solo goza de una putrefacción lenta y constante. Entonces es muy comprensible que una persona, al chocar contra un ser vivo, sienta una envidia total y se colme de miedo.
El Parque España es el único ser vivo que conozco. Él es, él vive. No recuerdo con exactitud cuándo me percaté de esto, pero es terrible, es real en todo sentido. ¡Cuántas veces subí por sus escaleras y sentí su débil transpiración!; transpira, suda, siempre agitado. Sus extremos, separados, llevan con avenencia toda esa curva que da; una curva perezosa que sigue al río y reposa sobre las barrancas. En su base está el puerto, abandonado, triste, carcomido, derruido; perteneciente a la naturaleza de los objetos que allí sosiegan. Después: las grandes escaleras de ladrillo visto, sus horribles columnas que intentan ser históricas, sus barandas -que contienen toda la energía-, la escuela Española, los senderos en donde parejas sospechan el amor y suicidas la vida. Ése es el parque; su superficie, fácil y ostensible. Ésos son los objetos discordantes que le dan vida propia. Pero no sólo el parque disfruta del lujo de tener vida, sino que posee una personalidad histérica, que lleva a todos los rosarinos a la desesperación total: a la idolatría del río Paraná.
La gente no se atreve a pensar, no se atreve a luchar contra sus caprichos. El parque disfruta sus flujos y sus gemidos. Disfruta de sus niños, que lloran con los ojos llenos de arena -ciegos, perdidos, jugando violentamente-. Disfruta cómo uno ahoga a otro, cómo pisan sus construcciones (sus edificios, la ciudad, el símbolo propiamente dicho). Y cada uno de sus habitantes (objetos externos resignados a esa perversión) no hacen más que esquivarlo disimuladamente.
En un principio renegaba sobre mis reflexiones suponiéndolas producto de una obsesión. Obsesión por todo lo que carece de vida. Eso me recuerda a mis manos, huesudas y pequeñas, apoyadas sobre el cristal de una ventana perteneciente a mi comedor. La observación detenida de ellas comenzaba a frustrarme. El análisis me descomponía, ejercía todos sus poderes virales en mi cabeza. Pero me dejaba llevar y apoyaba mi frente que ejecutaba fuerza sobre el cristal. El frío, como consecuencia del rechazo, yacía en mi cuerpo entregado al paisaje -paisaje interrumpido por una persiana baja, blanca y sucia por todos sus rincones, despintada por el tiempo. Sin embargo, entre sus pliegues, se destilaba algo. La cosa. En la luz, que relucía apenas mi cara, se filtraba el parque propiamente dicho. Era y es innegable: él destilaba su presencia, se imponía vivo. ¡Cuántas veces me vi humillado por su presencia!. Pero eso ya terminó; me deje llevar.
El boulevard Oroño tiene la característica de ser parte de su corporación: probablemente una conexión hasta el Parque Independencia. Personas taciturnas podrían, si se lo proponen, escuchar la débil comunicación entre estos parques. Este brazo, formado por el boulevard Oroño, no pertenece directamente al Parque España, sino al Parque Norte. Pero ya lo aclaré: es todo un solo cuerpo. Borrachos con los sentidos distraídos, por las noches, pueden sentir el armonioso susurro de los árboles a lo largo del boulevard. Un susurro quejoso, incomodo, plegado de gemidos y chillidos: murciélagos comunicando el malestar que provocan los pasos lentos y torpes de los borrachos. En los bancos feos y toscos, mal ubicados en los centros del boulevard, se puede sentir la lenta respiración. Se eleva, se contrae. La situación existencial en el centro entre el Parque Norte y el Independencia es desesperante. Los flujos de vida, que se trasmiten, contrastan con el fastidio de nuestros cuerpos putrefactos y nuestras venas; que se hinchan de sangre apurada. Las grandes y dibujadas baldosas, las flores sonrojadas en las primaveras o marchitadas en los inviernos, las palmeras recubiertas de enredaderas, forman un esbozo, una totalidad que posee vida bajo la calidad de nexo: por ella se trasmite una fogosidad a toda la ciudad, que es atraída, lentamente, a los parques que envuelven al río. Mientras que el Independencia, que carece de voluntad, hace creer a las personas (inconscientes todas), que posee un cuerpo voluptuoso e individual, yo me detengo en los jardines que dan al Paraná.
El España imputa su atracción día y noche. Todo es un solo y único cuerpo, cuyo fin es él..., y nuestra consternación.
Es el rechazo que ejerce Wheelwright hacia la izquierda lo que suministra armonía entre los objetos de la costa. Gozamos de muerte como los adoquines colocados simétricamente bajo el asfalto derruido; como la vereda que presenta rastros de días anteriores: papeles y desolación material. Se puede decir que sentimos -majestuosa sensación que es ilusión de vida-, pero solo es una gracia: la de pertenecer a una de las partes de armonía entre substancias separadas. No es raro que tantos hombres se dejen llevar por la fluidez de Wheelwright: la avenida lleva en sus elementos una calidez especial. Ese asco, esa repugnancia a los anaranjados escalones, le da una gracia divina. A los fieles errantes nos recuerda a imágenes tiernas como la de un bebé vomitando leche; ese dulce olor a queso rancio. Es difícil percatarse de que mientras caminamos por Rivadavia, la avenida va llegando a su punto máximo de sensualidad; pasando a ser Wheelwright para ir acabando en avenida del Huerto sobre la triple esquina de Corrientes y Jujuy. Luego retoma potencia, pero potencia violenta: la avenida Belgrano. Y en su contraste está el parque. Ya no más el España, pero es el mismo cuerpo que se va disolviendo a los pies del Histórico Monumento Nacional a la Bandera. Para, luego, después de numerosas calles, ir tomando forma de puerto; otro simple y abstracto elemento que tiene efecto sobre las avenidas. La metamorfosis por rechazo.
Debo confesar que hay algo de impreciso en mis reflexiones. Las encuentro a todas inconsistentes. El factor analítico sobre esta sensación está destruyendo por completo lo que intento captar.
El parque se ve pulcro desde aquí, desde la calle Pte Roca. Los galpones renovados confirman por completo la idea de que todos... pero no, no es posible. El bar esta cerrado a esta hora. Una espesa neblina merodea sobre los pastos que recubren el lugar. El estacionamiento, vacío, se dedica a reflejar un sol de invierno en su asfalto caliente. La arquitectura intentó, con la construcción de la “nueva costa”, recubrir la animalidad del parque sobre la avenida. Sin embargo no lo consiguió; los árboles tiemblan, la bruma menea sobre el inmenso pastizal mal llamado “parque de las colectividades”.
Me recuerdo caminando -alguna vez- por calle Tucumán. Ir mezclando colores: los grises y el blanco del cielo. La gente, miradas. Pero todo con un inefable sentimiento; pasaban como pasa el viento y como él, arrastraban hojas más parecidas a la pena. Adentro de la ciudad, lejos de lo abismal de su abrupto fin, se siente constantemente la omnipresencia de lo que es límite. El abismo conformado por Paraná. Y es ese efecto lo que nos obliga, constantemente, a aglomerarnos cada vez más en el centro de la ciudad; apegado a esa conclusión, pero separado de los parques. Y este recuerdo, de caminar, como siempre, por cualquier calle de la ciudad, no es más que otra estúpida verificación de lo que ahora mismo siento.
Caminaba, callado, abatido, melancólico. Recorría calle Tucumán e iba traspasando caminos: Paraguay, Pte Roca… y de pronto ya me encontraba en Moreno. Me detenía, miraba en dirección a calle Córdoba desde la esquina contraria a la pequeña rotisería que allí hay. Mezclaba colores de nuevo; el blanco de la horrible fachada de La Quezada, el gris del asfalto. De pronto el amarrillo y el verde de la pescadería que se encuentra en la esquina posterior a la del bar; desde donde contemplaba todo. Pasaba sin querer vislumbrar a mi izquierda, en dirección a Brown, pero no era necesario ver. Las calles se acababan, seguía Balcarce y luego el boulevard. Las lombrices y las morenas trepidaban por detrás de la hepática puerta amarrilla. Y seguía mezclado colores, verde y amarillo, pero ya las lombrices gorjeaban demasiado fuerte. Me dirigía, inconscientemente, hacia Oroño. En aquel momento me importaba muy poco quedar seducido de nuevo. Pero no soportaba su omnipresencia. Las morenas y lombrices, si mal no recuerdo, cesaron de cantar y temblar. Y yo, asustado como un perro, me había dirigido hacia el boulevard. Llegando a sus orillas ya era insoportable. Sin darme cuenta me había encontrado, aquélla tarde, mirando al parque Norte: que a lo lejos me saludaba.
Qué onírico es todo. Ahora no puedo reflexionar y recordar aquel hecho sin que se me cruce por la cabeza esta sensación de oniria. Mi cuerpo esta aturdido, mis hombros se sienten cansados, el esternón mantiene toda la fuerza..., ¿será...? ¡No! Es simplemente él; estoy a sus orillas. Pero no puedo dejar de pensar en aquel recuerdo. Ya es diferente para mí. Estoy casi seguro, ahora, que la pescadería, la rotisería y el bar de azulejos marrones, subsisten en la esquina de Salta y Moreno. Pero, ¿es realmente importante ésta reflexión? ¡Esta inconsistencia me harta! Y no es importante. Calles, nombres y colores similares; al fin y al cabo recuerdo que en algún momento, bajo cierta circunstancias, arribaba al boulevard Oroño.
Si pudiéramos tener una imagen panorámica de la ciudad, veríamos en colores que menguan entre el gris y el amarillo, las escalas de su putrefacción. Es ineluctable señalar que las personas que participamos de la inefable metástasis de calles, avenidas y tripas, emanamos una sustancia grisácea –parecida a las dinámicas danzas del humo de un cigarro rubio. Eficazmente estaríamos distinguiendo miasma dotado de hermosura. Y es en esa misma fotografía panorámica donde podríamos percibir una caída y afluencia de ese estático gris. El desplome lento, pero preciso, del constante fluir del gris azulado, se da en una especie de canal perpendicular al Río. El boulevard Oroño.
Ningún paseante puede negar ese tedio tan instintivo que genera el paseo. Es irrevocable señalar que en la tierna figura de la abuelita senil, que con lentitud teje recuerdos entre agujas y lana, se encuentra el símbolo de la desesperación, imagen que no difiere a la de un bebe que muerde, con intensidad, los pezones de su madre en los bancos centrales del boulevard, o a la de una pareja de adolescentes libidinosos que estigmatizan sus ropas interiores con tempranas deyecciones albinas. Exasperan bajo una palmera, en un banco; mientras pasean a sus perros mansos y pisan las negras y blancas baldosas.
El instinto pretende vida cuando los rosarinos pasean por ese brazo conector de los parques. Pero eso es casual desde donde yo puedo reflexionarlo. Supongo, con toda seguridad, que solo se necesita ser hombre para comprender la intensidad que profanan nuestras almas cuando sospechamos vida en un cuerpo conformado de objetos sensibles: cuya conformación es sostenida por una concordia.
Debo contenerme. Esta sensación irrumpe en mí otra vez. No puedo desenmascarar esta alucinación. Tal vez si me detuviera de verdad y, con paciencia, escribiera lo que aquí me acomete; pero no. Sé muy bien lo que eso implica. No quiero que los detalles de mis reflexiones sean filtradas constantemente por correcciones que inútilmente intentaré trabajar sobre ese escrito. Sin embargo, aquí, sobre Wheelwright, no puedo hacer otra cosa que pensar en esto. Y doy vueltas inconexas sobre el mismo punto; jamás me detuve a pensar donde estoy situado en todo esto. Donde estoy Yo.
Percibo que se contrae. Miro el jardín; tengo que dejar atrás estas reflexiones obsesivas. Hace mucho que me perdí en el detalle del Parque España, en descripciones inútiles que no hacen más que confirmarme la deformidad que puedo imponer hacia cualquier cosa. Lo imagino, ahora, derruido en mí mente. Y podría contar de nuevo: escalones, adoquines, nombres de calles, colores. Pero no; la mañana se va, y con ella la fogosidad con la que puedo pensar a éstas horas. Estoy totalmente resignado a la consternación. La avenida ya no me protege. Tengo que entrar a la ciudad o volver a mi casa.
Algunos pasos. Uno o dos, no puedo contarlos. Realmente estoy pensando con seriedad la forma en que reflexiono, lo que me afecta. He sido narrador de ciertas representaciones cuyo único lector soy yo. Ya di varios pasos, pero no puedo dejar de imaginarme circulando por boulevard Oroño. Y si contrastara las baldosas y los adoquines que a mi izquierda y derecha desfilan en aquellas imágenes oníricas, con la sensualidad de Wheelwright- aquí presente-, que a punto de entrar en una metamorfosis repentina se acerca al parque hacia la derecha, terminaría por contagiar representaciones de ambos para expresar cosas consideradas de armonía y repugnancia. Me detengo. Vuelvo sobre mis pasos, cierro mis brazos: ya estoy solventado. Nunca más dejaré que se me escapen detalles en superfluas dudas. Ahora se eleva.
Varios transeúntes, ya despojados de ese sentimiento de incomodidad germinado por la mañana invernal, pasean casi desapercibidos por ambos lados de la Avenida. El grisáceo azulado, alternando en amarillos y verdes, imprime ostentación sobre las baldosas. Las calles, como desagües, los condenan a un abrupto choque con el insondable fin de la ciudad. Por detrás, el río muestra una profunda ironía con su constante pasar: su fluir es verdadero. Tal vez se marchen a rincones, oficinas y hogares, a zonas atestadas de objetos cuya disposición pueden imponerles ellos mismos. Pero no será un orden muy distinto, querrán que no carezca de esa conformidad que los acongoja. Y juegan con vasos y tazas, con decorados; juegan con conocimientos que deben creer innatos, como si arquitectura les sobrara. Y acomodan según van copiando rigurosamente de las formas primitivas de la ciudad que los abriga del frío de la naturaleza. Van copiando dotados de una inconciencia bruta. Se detienen ante colores parecidos, eligen ropas, y azules, y naranjas, y rosas; se dejan llevar por la sensibilidad del color, por olores. Huelen como si de flores se tratara. No soportan su pestilencia, no soportan como la naturaleza les propone un retorno al hedor, al río. Y los parques -enteros, vivos-, los embelesa lenta y constantemente; se acercan parejas, solitarios, borrachos, madrugadores, todos con sensaciones en las nucas, en los ojos, en la boca, en la garganta. Les duele. Y la taciturnidad de la mañana se va alejando con un sol que interroga. Que propone una pregunta -conformada con restos de amanecer- estacionada con austeridad -parecida al azar-, entre bordes metálicos, flores, escaleras, hamacas, ladrillos, pasto. Duele y se enrosca.
No lo soporto más, Wheelwright ya no me protege. Oroño seduce con toda su fuerza para que haga presente su boulevard en mis órganos perceptores. El parque me llega despacio y por arriba. Y mis manos, pequeñas y huesudas, destilan un color ya muy renombrado entre lo humano. ¡Por dios y todo en lo que no creo!, parezco, casi, tal vez por poco, un animal.
Pero no, yo no estoy vivo.
¿Qué es lo que busco a esta altura? Nada. Y nada encuentro.
Acepto que la mañana murió. Esta muerta, ¡bien muerta!. Nada queda de aquella lámina escrupulosa que el sol fortuito colocó sobre la calle. Wheelwrigth es otra avenida. Es mediodía y aquellas sombras que transitan por sus orillas, acopladas a esas representaciones gesticulantes y deseosas, son otras. Comienzan a desaparecer en el pretexto del ocio, del almuerzo. Consiento, también, que detesto este momento. Las causas que me arribaron a esta calle, aquella mañana que aquí sepultamos y velamos, murieron todas. Pero prosigo contemplando, como si en la semblante de la costa localizara -más allá del parque-, una respuesta aparente. Necesaria.
Maldigo la posibilidad de caminar sobre estas baldosas descoloridas. Faltadas de aquella luminosidad que conserva la taciturnidad de una mañana invernal, condensada en recuerdos. Pero doy un paso, uno largo y catastrófico. Otra vez me estoy proponiendo no pensar. En la conciencia de mis actos sólo una figura persiste germinando mi vida; el Parque España. Y no puedo; pero no.
El paso fue lento. Las cosas, impregnadas de la maldad típica del mediodía, me señalan y nominan para acomodar mi figura ambulante en sus cuerpos. Armonizan mi ser; me llaman transeúnte. Lo soy, ahora soy, soy un típico y pobre vagabundo de la ciudad.
Los solidarios adoquines de la calle van circulando: Wheelwright, Huerto, Belgrano, Parque, ¡estoy en el maldito Parque!. Me detengo.
¿En qué puedo pensar?.
Que pregunta insulsa, innecesaria. Podría perder tiempo en detalles concienzudos, descriptivos. Es inútil, necesito escapar. Supongamos que puedo transportar mi cuerpo a otro lado, ¿a donde sería? ¿a la placita de mayo?.
Detenido doy un discurso en el centro de la nombrada plaza:
“Esta es, mi señores, la insulsa Plaza De Mayo. En sus cien metros cuadrados encontramos más de trescientos años de aburrida historia. De una iglesia, de una aldea, de una villa, de una ciudad y dos equipos de fútbol, Piluso, Fito y el Negro Fontanarrosa. Y para que ningún ídolo se sienta disgustado de mi discurso –incluido los nombrados- podría nombrar al Che, que por una casualidad triste, nació en esta urbe. ¡Oh, que orgulloso estoy de darle pintorescas formas a la aburrida historia de mi ciudad!. Pero, ¿por qué ser tan ingrato con ella?. Tal vez sea divertido para ustedes, mis señores, saber que también a menos de dos cuadras, nuestro querido General Belgrano, izó por vez primera la bandera nacional en éste...”
En aquel parque.
“Ay, voluptuosa pena que acongoja mi presentación.
Vean aquí también los principios de una ciudad. Son éstos los pequeños gestos que quedan del joven siglo pasado. A mi derecha podrán ver, con detenimiento, las negras piedras que sostienen la fachada media gris y media blanca de nuestra menuda Catedral. Menuda y..., e intrascendente. Puedo recordar cualquier iglesia más linda que este aglomerado de vieja arquitectura. ¡Pero no os preocupéis queridos señores!; aun queda a mi izquierda esa fachada de pómulos rosas y labios violetas, que es nuestro decepcionante Palacio Municipal. Y si no los convence, en mi extremo derecho podemos ver el voluptuoso- y común- palacio perteneciente al Correo: que es mi edificio preferido, debo admitirlo.
¿No les gusta?. ¡No os preocupéis queridos señores!, miren allá esa extraña pija de concreto. Es el famoso Monumento a la Bandera, que podemos encontrar en nuestros billetes de diez pesos. Propongo a todos observar la cara homosexual de Belgrano y luego, en el reverso del billete, la falica figura de aquel famoso monumento. En un paseo por el interior, podrían acertar una efímera sensación de que algo se les impone. Y no teman, su forma no es la simple ostentación en carácter de pene para gays y putas domesticadas, sino que, como podemos observar en el insustancial billete de diez pesos, es la simple forma de un barco. ¡Vago homenaje al océano y al río que da a los...!¡puta madre!”.
Estoy detenido. En el fondo, más allá de mis estúpidas formas de escapar con palabras aberrantes e inconexas, carentes de sentido, se encuentra un mamarracho lleno de senderos. Centrado y en rojo están los juegos para niños. Por detrás, las barandas.
El parque es un mausoleo decorado con estatuas baratas. Colocadas de forma rápida por la cirugía estética que recibió la ciudad. La llovizna cae sobre su cuerpo como sal sobre una babosa. Se enrosca, primero, y luego se consume lentamente, para después destilar una baba repugnante y pegajosa por sus costados. Baba que aún podemos observar entre los ladrillos de las escaleras, entre los senderos, los juegos y el arenero.
Doy varios pasos; el paisaje mengua de colores, de formas, de olores. Pero no tarda mucho en reacomodarse. Detenido, de nuevo, en los balaustres, es imposible negarme. Mis tobillos profundizan este momento con un dolor penetrante. Caigo y de boca, directo al vacío de las existencias.
Puedo concebir, aun, los ecos de mi esternón rompiéndose contra el concreto de una barranca falsa. Un olor terrorífico proviene de un viscoso líquido que vomita una alcantarilla. Mi sangre fluye. El parque me dio un golpe directo. ¿Qué hacer?. El alivio es constante y proviene de mis costillas astilladas contra mis pulmones, ¡que estúpido fui!.
Hay en nuestros cuerpos una imitación que solo comprendemos cuando la sangre fluye. El parque llora junto a mis huesos dislocados. La ciudad muda de colores, los transeúntes se asombran de mi caída. El río, omnipresente, ¡oh, qué estúpido fui y soy!, yo, que escapaba de los parques.
El Paraná se ríe de mi defunción y la ciudad no interrumpe su metástasis. Como si en el fluir del río justificara su existencia pútrida, mi muerte aparente. Sin sospechar nada de mi accidental conclusión me detendré, por ultima vez, a sentir como mi sangre se enrula entre los camalotes que van al mar. Llorando a la ilusión de alguna vez dejar de ser conciente de mi propio fluir, conformando un objeto hinchado y roído por peces, ¡siendo parte de lo lenitivo de este parque!
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