Casi todos los días transito por una de estas callecitas de Dios, disfrutando de la suave brisa del otoño. En mi camino, veo muchos talleres mecánicos, en donde se trabaja con afán, cruzo las aceras y avizoro una carnicería de las antiguas, sin tanto bombo y con la mercadería exacta. Perros de distinto pelaje me salen al encuentro y les saludo con cordialidad, ya que de tanto verme, comienzan a familiarizarse con mi estampa.
Poco antes de llegar a una avenida principal, me topo con un letrero modesto que publicita una pequeña peluquería. Imagino el interior, repleto de herramientas alusivas, frascos de talco y tintura para el cabello. Nunca he visto a nadie en ese negocio, ya que está dispuesto en una casa tan parecida a las miles de casas de este Santiago querido. Una puerta vidriada me impide la visual, por lo que ignoro si existe una potencial clientela para ese localcito.
Pero, es el letrero el que me incomoda en grado sumo. Sobre un fondo blanco, se trazó con mano inexperta la palabra peluquería y bajo ella, la misma mano debe haber dibujado el rostro de una mujer, flanqueado por un par de tijeras y una peineta. En términos prácticos, el cartel cumple con lo básico: hacerle propaganda a la especialidad de la casa. Lo que me desacomoda es la expresión de la niña bosquejada. Pareciera que está a punto de ser guillotinada, ya que entrecierra sus ojos y sus labios sofocan lo que pienso que es una plegaria. Imagino que el o la peluquera, o ambos a la vez, más que cumplir con su oficio, torturan a los valientes que allí ingresan, esgrimen sus tijeras y su peineta tal si fueren mortíferas armas, tironeando con fiereza el cabello del incauto, tanto, que los infelices confiesan lo inconfesable, con tal de que los verdugos suelten sus ataduras y les permitan huir.
Cada vez, se me figura más dolorosa la expresión de Patricia –así la apodé- dada la cierta complicidad que ha nacido entre ella y yo. En algún momento, pensé en proveerme de un plumón rojo y, a la pasada, dibujarle una exultante sonrisa. Pero, me alejo, odiaría que se me tildara de loco, si bien lo estoy del todo, pero dicho por labios procaces, aquello sonaría a ofensa.
Día a día saludo a la muchacha y trato de brindarle un poco de consuelo en su flagrante tortura, deseando que alguna vez, una brisa inspiradora sacuda al autor del dibujo y le inste a trocar ese mohín espurio por una sonrisa iluminadora.
Pero hoy, la he maldecido. He imaginado a esos peluqueros afanosos en su labor, sin sospechar siquiera que en la calle, esta mensajera del demonio, esta gárgola aterradora, ahuyenta a los hombres y mujeres que están a un tris de ingresar a la peluquería. Su malvado objetivo consiste en arruinar a esas personas tan laboriosas que ejercen su oficio con prolijidad. Por lo mismo, he pasado junto a ella, con mi mentón desafiante, repudiando su bajeza…
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