Ese día nos mutilamos. Armamos casas y calles y cercos. La eterna ciudad de muertos. Éramos tantos de tan poco. Éramos trozos de otros trozos y había olores de otros rostros. Las partes vacías se fundieron con los grandes olvidos y nuestros recuerdos rompieron casas y calles y cercos. Confundidos. Atados. Muertos. Tal vez era aire mi cuerpo, tal vez eran espinas mis dedos. Quemamos entonces todo. No quedó nada para poner en el vaso roto. Salud por mi suerte. Salud por tu profundo incendio. Entonces salimos. Entonces corrimos y juntamos dientes y risas y ascos. Unimos algo, urdimos trapos y tapamos el frío. Adentro, bien adentro. Rociando cada esquina de sangre y cada dolor de cuello. Mordiendo nuestras pulpas y condensando exequias. Estamos vivos, estamos volviendo a morir. Silente paso, silencio de mármol. Nada. Tú, ciego. Ni postes, ni baldes, ni objetos. Ni alturas, ni sueños, ni huesos. Chocar con tus muros, perderte en tus cerros. Inundar mi carne, hallar refugio, marcar terreno. Sorda, aguda y tonta. Canción de muerte, canción de otras.