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Wonderful World

La rata desde los zancos contempló por primera vez el amanecer.
Aquel día despertó nublado, ese tipo de mañanas en las que una neblina blanquecina lo enmarca todo, despojando al paisaje de luz y profundidad, como un cuadro incompleto. La rata no pudo sospechar entonces que el destino había sido injusto con ella, ya que le había privado del milagro de los púrpuras, de los magentas, de los naranjas encendidos. Pero al apreciar la ilusión en sus ojos, la quietud absoluta en sus bigotes, no había duda de que aquella primera impresión del mundo la había fascinado. Al fin y al cabo, qué importaba el color del cielo si nunca antes lo había visto.
La rata había nacido en los sótanos de un edificio situado en la calle Hortensia. Fue la pequeña entre una camada de quince hermosas y sanas crías; todas ellas habían heredado el pelaje suave y grisáceo de la madre y los vivarachos ojos rojos del padre. La vida en el subsuelo discurría con apacible normalidad, había alimento para todos, seguridad y un sinfín de pasatiempos con los que olvidar los días de humedad y penumbra. A la comunidad de ratas se le había sumado una familia de cucarachas y una legión de hormigas que se había sublevado ante la tiranía de su reina. No existían conflictos relevantes entre ellos, se respetaban mutuamente y cada cual llevaba el tipo de vida que había escogido sin molestar ni ser molestado por nadie. Realmente parecía que no pudiera existir un paraíso mejor que aquél. Había sin embargo una norma que regía sus vidas: estaba prohibido salir al mundo exterior.
Más allá de la fortaleza que significaba para ellos el subsuelo, se extendía el implacable dominio de los humanos. Los más mayores lo conocían bien por propia experiencia, el resto por las fábulas y leyendas que ya desde pequeños habían escuchado, así que nadie era ajeno a la verdad que encarnaba el hombre: era cruel y horriblemente despiadado, y ninguno de ellos en su sano juicio se hubiera arriesgado a enfrentarse a él. Era así como habían logrado sobrevivir varias generaciones en aquel lúgubre sótano de la calle Hortensia.
Los bajos del edificio (los que directamente se extendían sobre la comunidad de insectos y pequeños roedores) estaban habitados por una pareja joven y una niña que acababa de cumplir los dos años. La rata que soñaba con amaneceres los conocía bien. Nunca los había visto, no hubiera podido precisar que el padre usara gafas, ni que la mamá tuviera una media melena algo apagada por el exceso de su tinte oxigenado, ni que la pequeña luciera una mancha de nacimiento en forma de fresa en mitad de la frente; a la rata le bastaba con encaramarse por las tuberías y escuchar los rumores que se colaban para saber que al padre le gustaba cantar mientras se duchaba por las mañanas, que la madre tenía una risa sonora y tremendamente contagiosa, que la niña se pasaba el día corriendo por el pasillo y algunas noches lloraba porque temía la oscuridad.
Claro que ni sus padres ni sus hermanos, ni sus tíos ni sus abuelos, ni siquiera la simpática familia de cucarachas ni las valerosas hormigas, la hubieran entendido. Para qué perder el tiempo explicándoles que los domingos por la mañana se extendía desde la cocina de los humanos (¿cómo podían ser tan horribles?) un exquisito aroma a chocolate, y por las tardes jugaban a escaparse y perseguirse y entonces la pequeña parecía morirse de la risa, y al caer la noche la voz de Gene Kelly y un repicar de zapatos inundaba el ala oeste del sótano, woonderfuuul, it’s woonderfuuul, y la rata no podía imaginar un mundo más maravilloso a aquél.
Fue así como la rata fue albergando en su interior un deseo que trascendía más allá de su propia naturaleza, abandonando así el instinto de supervivencia por otro más propio de los humanos, el de la libertad. Algunas noches dormía inquieta y apenas se levantaba y ya tenía ganas de estirarse de vuelta en su madriguera, y casi no probaba bocado (incluso la mañana en que Abigail, una de las cucarachas, le trajo como un tesoro un exquisito trozo de gruyere francés, la rata apenas lo saboreó, aquejando su inapetencia a una horrible jaqueca). Nadie podía sospechar que la vida en aquel paraíso soterrado la estaba matando poco a poco.
De nada servía la palabrería de sus congéneres y, mientras la advertían de la amenaza de aquellos monstruosos seres que se alzaban erguidos, ella sólo alcanzaba a escuchar, a lo lejos, en la que adivinaba la habitación de la niña, el torpe repicar de un xilofón, y que si no debéis fiaros nunca de un humano, y que si el genocidio disfrazado de control de plagas, y que si venenos y linchamientos, y que si trampas mortales. Y ella muda, atenta por un momento al vago olor a lavanda de la ropa recién tendida que se colaba por la inalcanzable rejilla que ventilaba el sótano.
Fue justo en aquel rincón apartado del ssotano que tuvo la idea: accedería hasta la rejilla y escaparía. Pero existía un problema, la puerta a la libertad estaba situada en un hueco del techo demasiado alto. Durante semanas estuvo recopilando trozos de madera, palos y listones, y luego los moldeaba con sus pequeños incisivos. Disponía de las noches, cuando el sótano no era más que una tumba silenciosa, para concluir con su trabajo. Por el día andaba cansada y torpe, y sus vivarachos ojos rojos habían adquirido un apagado tono rosado por el que se filtraba toda aquella vida en penumbra. Algunas noches, acostada en un rincón de la madriguera, fingía dormir; entonces su madre se aproximaba sigilosa y se detenía un momento frente a ella, luego se arrimaba a su hocico y lo rozaba y al separarse sus bigotes le hacían cosquillas y ella luchaba por no abrir los ojos y confesarle la verdad.
En poco tiempo tuvo a punto los zancos, eran largos y resistentes, y una vez encaramada a ellos se sintió como un ave a punto de arrancar el vuelo. La hazaña resultó más costosa de lo previsto, se desequilibró en varias ocasiones y en una de las caídas se lastimó la patita delantera. Empezaba a amanecer cuando la rata se encaramó al fin por la rendija. Cuando el diminuto cuerpo se asomó por el otro lado, la claridad de la mañana bañó su cuerpo en un manto tan cálido que le hizo estremecer la piel. Frente a ella se alzaba una ventana abierta por la se colaba, no sólo el agradable olor a lavanda de la ropa tendida, sino el recuerdo de las noches estrelladas, de las brisas marinas y del chapoteo en los ríos, del olor de la hierba y el tacto de las nubes. Entrecerró los ojos y permaneció inmóvil por unos segundos, no había duda: la promesa de un mundo mejor se había cumplido.
La rata había visto por primera vez amanecer. Esa contemplación habría valido como un único fin, pero ahora sabía que ya no había vuelta atrás, que ese instante se había convertido en el génesis de aquella vida en otro tiempo inalcanzable. Dio la vuelta y armada con sus zancos se adentró por un oscuro y largo pasillo .
Se paró ante una puerta entreabierta y asomó el hocico. Había una luz encendida en forma de flor que proyectaba sobre la pared diversas mariposas en colores pasteles. Al lado había una pequeña cama donde dormía una niña. La rata no podía distinguir su rostro y guiada por la curiosidad decidió entrar. Dio algunos pasos y entonces uno de los zancos topó con un cochecito, la rata se desequilibró y cayó sobre una pandereta. El ruido de los cascabeles despertó a la niña y empezó a llorar. Apenas pudo distinguir la rata la fresa grabada en su frente porque al instante apareció la madre con su media melena de un rubio ceniza algo alborotada. Vestía un pijama azul cielo y la rata adivinó en sus finos y discretos labios el recuerdo de una risa sonora y tremendamente contagiosa. Pero en lugar de reír empezó a gritar al igual que había hecho la niña. Se escucharon unos pasos presurosos aproximándose y entonces apareció el padre. Miró interrogativo hacia su mujer y ésta señaló hacia la pandereta. Él se volvió y se aproximó unos pasos, la rata no lo sabía, pero había olvidado sus gafas sobre la mesita de noche. El padre, al distinguirla, retrocedió de nuevo y alargó su mano hacia un objeto de madera que tenía clavados unas barritas de metal de vistosos colores y al cogerlo dejó escapar una nota musical. Y entonces la rata pensó que sin duda alguna eran ellos, e imaginó por un momento el repicar de pasos, woonderfuuul, it’s woonderfuuul…
No le dio tiempo a reaccionar, el padre alzó de pronto el xilofón y le asestó varios golpes mientras en sus labios se dibujaba un mohín de repulsa que presagiaba las únicas palabras que la rata alcanzó a escuchar de aquel mundo soñado, bicho asqueroso…

Texto agregado el 25-03-2011, y leído por 353 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
15-08-2011 Me ha gustado, aunque admito que es el primero que pude anticipar el final. Los soñadores no suelen tener otro final... ikalinen
30-05-2011 Un cuento muy ingenioso y original. El mundo humanizado de la rata: su sentir, su curiosidad, su deseo de libertad, su afan de invadir un mundo que no es el suyo. Me traslada a las experiencias desagradables del hombre que se empena en incursionar en una clase social a la que no pertenece. Me recuerda una frase de la pelicula "El topo" de A. Jodorowsky: el topo es un animal que pasa la vida buscando la luz, y cuando la encuentra, se queda ciego. Saludos. fragoncum
26-03-2011 buenas letras... entretenido y lleva a leer... seroma
26-03-2011 texto muy bueno, se nota la mano... vos estudias letras o algo asi? nazareno
25-03-2011 A veces alcanzar un sueño puede tener un costo demasiado alto, el caso de la pobre ratita, felicidades, estupendo cuento********* jagomez
 
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