Un día especial
Esta mañana se ha despertado
y se ha dicho para sí:
hoy será un día especial.
Mientras se cepilla los dientes,
una golondrina revolotea por la ventana,
pero ella no se da cuenta.
Está concentrada en su otro rostro,
ése que es un poco suyo y un poco del espejo.
E intenta olvidar
su nuevo corte de pelo que no le favorece
y ese odioso granito que, de madrugada,
ha conquistado la cima de su nariz.
Aparta la mirada y se repite,
casi obligada:
hoy será un día especial.
Desconoce que a pocos metros, justo en el edificio
que hay frente a su casa, la golondrina
ha desafiado las leyes de la Naturaleza
y ha variado su ciclo migratorio
porque la primavera pasada se enamoró de un canario
preso en el balcón de su vecina.
Desayuna café solo, amargo
como algunas noches sin compañía.
Ayer olvidó comprar azúcar.
Ojea el diario del domingo, nunca lo lee
porque conoce de antemano lo que estará escrito.
Y se dice para sí
que hoy no comprará la prensa, ni la ojeará en el metro,
ni en la cafetería, no está dispuesta
a que nadie amargue —café sin compañía—
su día especial.
Desconoce que todos los rotativos
corean al unísono:
que los niños ya no se mueren de hambre,
que las guerras han acabado,
que están a salvo las focas, los pingüinos,
y las diminutas ranitas del Amazonas,
que todos los tiranos se han retirado
a vivir al campo,
que los ricos se han vuelto locos,
han sacado el dinero de los bancos y juegan,
con sus centenares de billetes,
a hacer avioncitos de papel.
De camino al trabajo, pasa por un supermercado.
Un pesado sol ha tomado las calles y ella
siente unas ganas locas de zambullirse
en la playa que aparece en el escaparate de una agencia de viajes.
Pero se conforma con comprarse
un zumo de frutas y soñar despierta.
Al llegar a los refrigerados, comprueba
que no quedan de los que a ella le gustan.
Y se dice, resignada, que pese a todo
todavía puede ser un día especial.
Desconoce que, encerrado en los tetrabricks
de zumos tropicales que ha rechazado,
le aguarda, en vano, un paraíso
de palmeras y cocoteros, flores exóticas,
hibiscos, papayas, orquídeas salvajes,
brisas saladas
donde revolotean cacatúas, loros, colibríes,
papagayos de mil colores.
Llega al trabajo. Su voz
es un sonido metálico que se pasea
por la Estación de Francia.
Anuncia las llegadas y las salidas de los trenes.
De pronto, el rostro de un pasajero parece susurrarle:
no te des por vencida.
Y ella quiere correr tras él, coger cualquier tren
sin saber, por vez primera, su destino.
Pero se detiene un momento,
el justo para que el tren parta.
Al marchar de nuevo a su casa,
no tiene más remedio que admitir
que quizá se equivocó de día.
Desconoce que el tiempo se ha apiadado de ella
y corren sus agujas a la inversa.
Pero ella está entretenida con el vuelo
de un avioncito de papel
que a lo lejos parece confeccionado
con un billete de quinientos euros.
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