Cuando la vi por primera vez, noté que su cara era alargada, un poco arrugada tal vez. No puedo decir si estaba pálida porque la luz opaca que bañaba su rostro le daba ciertos matices que parecía una fotografía con reflejos claro oscuros. Había cierta dulzura triste en sus ojos. Su cabello que se me antoja canoso y descuidado, ya que nunca los pude apreciar con claridad, cubría su frente. Por ello, nunca supe si ésta era amplia, lisa, pequeña o arrugada. La descripción de su nariz se pierde en mi memoria y no logro distinguir si era fina o achatada. Debajo de ella, se notaban unos labios secos que se desdibujaban a medida que yo quería capturar su rostro.
Caminé, rápidamente, todo lo que mis piernas permitían. No quería que me alcanzara. Sentía desasosiego de sólo pensar que marchara a mi lado. No obstante, las piernas de ella, aunque huesudas, parecían más largas y fuertes que las mías. La sentía cada vez más cerca. Ella no hablaba, pero imaginaba que tenía una voz ronca y delicada. Estaba a unos pasos de mí. Volteé el rostro y noté que se vestía de forma discreta y elegante. Se notaba, por su andar, que estaba acostumbrada a los ambientes solitarios.
Sentí mucho miedo. Apresuré los pasos, pero ella era ágil como el águila, en un solo instante marchaba a mi lado. Nerviosamente, la increpé:
-¿Quién eres? -Pregunté con temor.
-Soy lo que quiero, si la gente permite que así sea. -Contestó.
La miré fijamente y a pesar de que no podía aún descubrir su rostro, presumí que algo que emanaba de ella, era para temerle. La mire de nuevo y pregunté:
-¿Te crees poderosa, verdad?
Respondiendo con la voz ronca que yo había imaginado, acotó:
-Sí, puedo llegar a hacerte sentir vacía y hacer que pierdas hasta la capacidad de ilusionarte
Cuando dijo esto último, mi corazón se encogió de terror. Me veía atrapada en las garras de aquel ser que no lograba descubrir quién era. Corrí a toda velocidad y gritaba la oración que mis padres me enseñaron cuando era niña, invocando a mi ángel guardián.
A medida que corría, sentía que el dolor inmenso que tenía atrapada mi esencia comenzaba a desprenderse de mi ser. Mi alma salía de la vacuidad del infinito. Recordaba cosas que iban y venían. La fortaleza desplomada volvía a apoderarse de mí. Me abracé a los bellos recuerdos que como nubes desfallecidas habían escapado de mi memoria. Me detuve de un solo golpe, miré a la figura aterradora que ahora se alejaba de mí y le pregunté firmemente:
-¿Quién eres?
Ella, con su ajado rostro ya descubierto, respondió con cierta amargura:
-Tristeza. Así me llaman.
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