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En una humilde choza incrustada en los cerros, más lejana de nuestra cordillera vivía una venerable mujer con quien los años avían sido implacables, dejando bien marcado sus huellas en su coposa cabellera que ya se confundía con la nieve de los altos picachos de aquellas punas frías, pero que seguía luchando con el tesón de una madre joven, con la espera de la llegada del hijo que aún tardaba en regresar. La inacabable mujer no tenía más compañía que un numeroso rebaño de blanquísimas ovejas y su fiel perro "sandor" que estaba viejo y achacoso por los años. Desde muy temprano la menuda figurita de doña Enriqueta solía estar junto al fogoncito preparando sus alimentos y en cuanto despuntaba el día se encaminaba con su ganado hacía los pastizales del "copchoval", en donde los rayos del sol ya los esperaba jugueteando traviesos por esos cerros, mientras el ganado pacía ella con sus ojitos vivaces divisaba el polvoriento camino que como una serpiente se perdía por entre las cumbres y por donde un día avía visto desaparecer a su único hijo que era su más grande tesoro. Un día que la lluvia caía lentamente sobre los cerros en medio de una tristeza dos corazones se dijeron adiós...Remigio salió de su choza con su poncho al hombro y portando en la mano su alforjita con fiambre, quien poniéndose de rodillas ante los pies de su madre le pidió su bendición. La madre le bendijo y levantándole del suelo deposito un ósculo sagrado en su frente y baño su rostro con sus lagrimas que cual perlas rodaban por sus mejillas. Remigio partió rumbo a la capital a probar fortuna pero al llegar a la ciudad tubo que sufrir mucho, pues se pasaba los días caminando trasunta mente por las calles de aquella hermosa ciudad sin poder conseguir trabajo. Pero sucedió que un buen día que Remigio se encontraba en la sombra de un olivo en el bosque de san Isidro, paso por allí cerca un caballero quien viendo reflejado en su rostro una gran tristeza lo llevo a su casa ofreciéndolo trabajo. Así paso Remigio lejos de su viejecita echando de menos en cada instante y añorando los años de infancia que felices los había sido a su lado y por ironías del destino tuvo que alejarse de aquellas tierras que le habían visto nacer dejando sola a su adorada madrecita, pero todo lo soportaba con la esperanza de que muy pronto llegaría hasta su lado llevándolo consigo un valioso presente para depositarlo en sus pies como un holocausto sagrado y para nunca más separarse y hacerla feliz en su ancianidad. Por fin un día doña Enriqueta se encontraba apacentando el ganado en las faldas del "copchoval" alcanzo a divisar allá en la lejanía del camino a su querido Remigio, si era él su Remigio que regresaba. Su corazón no cabía en si, de alegría y derramando abundantes lágrimas dio gracias al divino hacendor por haberle devuelto a su hijo amado. El día como en aquella despedida llovía, eran lagrimas que el cielo compartía la alegría de esa buena madre y dio la bienvenida al ausente que llegaba lanzando una estrepitosa barahúnda. Hasta el entumecido gerifalte no quiso ser indiferente en aquel día en donde todo era felicidad para doña Enriqueta empezó a retozar de alegría en torno de la choza y de Remigio su único amigo de las punas solitaria.

Texto agregado el 24-03-2011, y leído por 84 visitantes. (0 votos)


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