Aunque nadie me lo crea, yo conocí a Elizabeth Taylor, allá por los años ochenta. La tuve frente a mí, respirando ella suavemente y yo, a un paso de su piel tan tersa y delicada. No era demasiado alta, más bien delgada, aunque con cierta tendencia a la obesidad. Eso, lo descubrí por una ligera concavidad en su vientre y sus brazos algo gruesos.
Nunca la olvidaré en esa magnánima película en que ella representó a Cleopatra. Concuerdo ahora que todo aquello que en el film se mostraba, no era más que una soberana siutiquería, tan propia de Hollywood. También, se ha descubierto, y sus retratos así lo atestiguan, que la reina egipcia carecía de belleza física y que si hubiese tenido el privilegio de contemplarse representada por esa otra reina de la pantalla, se habría desternillado de la risa.
Pero, no nos separemos del tema que me preocupa ahora. Elizabeth Taylor ha muerto, después de una larga y azarosa existencia. Ahora, se iniciará una rotativa interminable de films suyos en la pantalla chica, la veremos como la mentada Cleopatra, seguramente aparecerá en Quien le tiene miedo a Virginia Wolf, renacerá, junto al mitológico James Dean en la película Gigante, todos los canales harán una reseña suya, el mundo ya la llora y yo, lo reconozco, sentí un nudo en la garganta, vaya a saberse por qué.
Debe ser porque los actores representan nuestros más vívidos sueños, son los embajadores del universo onírico que bulle dentro de cada uno de nosotros, nos identificamos con sus dramas y algunos nos provocan lágrimas de emoción, de tan buenos actores que son. Por eso, cuando fallecen, nos dejan a la vera de su extinta magia, desnudos y huérfanos de algo que casi no atinamos a comprender que diablos es.
Por lo mismo, cuando tuve a Elizabeth Taylor frente a mí, sentí un escalofrío placentero. La invocación de su nombre en esa humilde oficina de Estadística, se diluyó en ondas fugaces y aún continuó resonando en mis oídos.
-¿En serio que se llama usted Elizabeth Taylor?- le pregunté a la mujer que se alzaba frente a mí.
Ella movió su cabeza, declarando que así era y, de paso, me extendió su cédula de identidad. Allí se leía claramente: Elizabeth Taylor, y otro apellido que ya no recuerdo. Yo sonreí, ante esa casualidad, que no lo era tanto, ya que don Pedro Taylor (por llamarlo de alguna manera), debió ser un fanático de la actriz inglesa y cuando le nació esta hija, su nombre ya estaba decidido desde mucho antes.
Ahora, me pregunto: ¿vivirá aún esta mujer? ¿Qué habrá sido de su existencia? Dudo que haya tenido seis o siete maridos, como la difunta e insaciable actriz. No creo, tampoco, que haya pisado alguna vez las tablas, emprendiendo una carrera actoral, predestinada por esa pintoresca coincidencia. Lo más seguro es que se haya afanado en algún empleo rutinario, para ser pasto de las bromas de sus compañeros.
Las manecillas del reloj existencial dejaron de marcar las horas para la rutilante Elizabeth Taylor. Mis ojos se humedecieron con la noticia, no lo niego. Pero, también mi mente se internó en los recovecos de la memoria y apareció este curioso episodio en que yo fui protagonista y espectador. No queda más que desearle una paz merecida a la actriz que tanto descolló en la pantalla cinematográfica.
Y esperar que la homónima, que debe aún vivir por Cerro Navia, o en sus alrededores, haya hecho de su existencia, algo que dignificara ese nombre que de tan puesto que lo llevaba, parecía tan extraño y tan ajeno para ella…
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