La tarde caía, inclemente, sobre Oslo. Tras concluir su participación en un campeonato de pulseadas (o torcidas, depende el gusto), Ester comprendió que, de continuar utilizando esquís en pleno verano, sus problemas de reuma empezarían a complicarse. Resuelta a superar este malestar, a la salida del club pasó por un kiosco, compró el último ejemplar de la revista “Como tejer una manta mientras usted se depila la rodilla” y, subiéndose a su Toyota Corolla, enfiló por la avenida Nicola Di Bari rumbo a una vieja zapatería que una vez le había recomendado la perra Lassie.
Luego de dar con el comercio, estacionó su automóvil, tomó su bastón modelado en sauce llorón, y se internó en la tienda de zapatos “El Patadón” con el fin de conseguir algún botín que se ajustara a su gusto.
“Pase por aquí”, le indicó una vendedora que paseaba en bicicleta dentro del local. “El señor Manu Chao, nuestro empleado estrella, va a atenderla”, concluyó, tras eludir con su vehículo de dos ruedas un sofá negro instalado en el lugar. Cuando el vendedor se acercó, Ester se encargó de resumirle lo que buscaba: “Mire, chiquitín, quiero unos zapatos de taco bajo, anchos en las puntas y con el interior sumamente acolchado”. “Enseguida le traigo algo”, contestó Manu Chao.
Al instante, el empleado volvió con una caja. “Bueno, anciana”, explicó. “Estos son los New Balance 300/Z, dotados de una suela apta para saltar edificios de hasta 22 pisos, hebilla con paracaídas, lanzamisiles incorporado, y una radio sintonizada en iraní”, comentó. “No, querido”, lo interrumpió Ester, mientras se acomodaba su largo cabello gris. “Yo busco unos zapatos sencillos, que no me hagan doler los juanetes o me saquen ampollas”, le aclaró la anciana con amabilidad. “Está bien”, respondió el vendedor, un tanto molesto. “¿Busca algún color en particular?”, agregó. “Sí”, comentó la anciana mientras, con su bastón, derribaba una abeja que revoloteaba cerca de su rostro. “Quiero algo acorde a mis 75 años... Un amarillo fluo creo que iría bien con el color de las plantas carnívoras que acabo de plantar en mi jardín”, sostuvo Ester, sonriendo.
Minutos después, Manu Chao regresó con otra caja. “Bueno, aquí tiene los Niké Fulminator-W”, comentó el vendedor. “Vienen dotados con tubos de oxígeno en la puntera, cordones aptos para maniatar cocodrilos, y una sirena anti incendios que, una vez activada, puede oírse hasta en el Círculo Polar Ártico”, argumentó el empleado, seguro de la calidad del producto que ofrecía. “No entendés, chiquitín”, murmuró Ester, en tanto comenzaba a acariciar con mayor fuerza su bastón siempre tembloroso. “No, señora, es que a usted nada le viene bien”, respondió Manu Chao, alzando la voz. “Quiero algo simple, como para usar todos los días”, sostuvo la anciana, en un intento por serenar la situación.
“Entonces le ofrezco los Pantera Chueca Air Max: zapatos con un dispositivo que le permite hipnotizar cobras, hornalla para preparar huevos fritos sin colesterol y motor de lancha por si necesita acelerar el paso...”, insistió el vendedor.
“Basta, me voy”, murmuró Ester, poniéndose de pie. “No, usted no se va sin antes ver el modelo Rinoceronte Albino X...”, el vendedor no alcanzó a completar la frase: la anciana se había enfurecido. Al instante, Ester extrajo de su bolso un lanzallamas portátil que siempre llevaba consigo para espantar a los mosquitos, y derritió los zapatos que Manu Chao sostenía entre sus manos. Iracundo, el empleado trató de quitarle el arma pero Ester, haciéndose a un costado, esquivo el intento del vendedor para luego aplicarle una llave de lucha grecorromana que derivó en un calambre que inmovilizó al impetuoso joven.
El incidente se iniciaba por algo inesperado: un par de zapatos. Atenta a los movimientos de la anciana, la empleada que aún daba vueltas en bicicleta llamó al personal de seguridad de la tienda: tenían que librarse de Ester. Enseguida, un agente se presentó delante de la anciana: era Mister T. Sin mediar palabra, el moreno tomó a Ester de los cabellos y, con inaudita violencia, la arrojó de cabeza sobre un refrigerador que, abierto, ofrecía bocaditos de ornitorrinco a todos los clientes que poblaban el comercio.
Sin darse por vencida, Ester pudo librar su cráneo del hielo que cubría el freezer y, apenas reacomodándose el vestido, responder a la agresión propinada por el agente. Obviamente, Mister T no esperaba tal acción. Por el contrario, el moreno se había colocado casi de espaldas a la anciana, y se dedicaba a firmar algún que otro autógrafo a los presentes que lo habían reconocido.
Sigilosa, Ester sostuvo el bastón entre sus manos, tomó un pequeño envión y, usándolo a modo de garrocha, se lanzó con los pies hacia delante, castigando de lleno el rostro de la musculosa celebridad. Desprevenido, Mister T cayó de espaldas sobre el ventanal principal de la zapatería, destruyó el cristal y rodó por la vereda hasta dar en la calle. Una vez allí, intento incorporarse pero no pudo hacerlo: una motocicleta en contramano, conducida por un doble de Julio Iglesias, le pasó velozmente por encima de la espalda, dejando inconsciente al moreno.
Finalmente, descalza y bastón en mano, Ester salió a la calle y decidió postergar para otro día la compra de ese bendito par de zapatos. Agitada aún por el esfuerzo, la anciana se subió a su automóvil y puso proa al norte, con destino a la casa de Steven Segal; amigo al que no visitaba desde hacía mucho tiempo.
“Este mundo no es apto para ancianos”, meditó antes de acelerar y emprender el viaje. “Pero yo me ocuparé de cambiar eso y muchas cosas más...”, concluyó Ester. Así, sacó un habano de la guantera, lo encendió, puso un disco de Marilyn Manson en la compactera de su Toyota, y se perdió en la noche de Oslo, segura de estar cumpliendo con su destino de guerrera.
*Basado en una historia real
Chester Piedrabuena
® Saga "Ester, la abuela guerrera". Derechos Reservados.
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