Marzo 2011. .
Es imposible en ocasiones olvidar aquellos recuerdos que en su momento fueron importantes.
Quedan por alguna extraña razón, prendidos en la memoria como el ancla de un barco.
Tan profundos y firmes que no se puede continuar el viaje si no dejas en el fondo del mar una huella que sea rastro de que te detuviste allí.
A pesar de que el tiempo transcurre lento y preciso, se van dejando atrás instantes que amaste con todo el furor de tu creer.
Evoluciona el mundo y nuestra existencia con el, sin embargo liberarse del pasado a veces cuesta, sobre todo cuando ha quedado alguna huella imborrable.
La pregunta es: ¿Se puede continuar el presente, sin dejar que el pasado cause efecto en el diario vivir?
Intersecciones del destino o simples contradicciones.
La melancolía no se sube al lomo de ningún caballo que la lleve lejos del corazón
Se queda aquí, aferrada, trabada a la doliente carne, se bebe las lágrimas y alborota la sangre.
La tristeza no se marcha como el agua de los ríos, se vuelve un mar que arrastra implacable.
Una espina adentro de la carne es el dolor, quiero abrir mi piel entera para dejarlo aquí debajo de esta tierra, la misma que abriga la olla de barro, casa de mi ombligo.
Tierra que sostiene el cordón de mi vida, la que habrá de jalar mis riendas para volver con flores y llevar a las tumbas de mis muertos.
La espera es indefinida en esta estación helada donde los minutos pesan en las ventanas y descienden, lentos, como gotas de agua que se deslizan hasta volver otra vez a la tierra.
Invierno que se va, lleno de hojas muertas que pasean de uno a otro lado arrastradas por un viento triste con olor a café.
Estiro mi cuerpo en la cama: las manos hacia el norte y los pies hacia el sur, como si acaso así abarcara todas las direcciones y pudiera llegar hasta ti.
La eternidad no es más que esto: tu inevitable ausencia evaporada, escondida tras las señales susurradas en voz dormida.
Es no tenerte, sólo que verte como el aire que se escapa de los besos y va deshaciendo su forma hasta reducirse a un sueño que rellena todos los días que nunca podremos vivir.
Está mañana, la ciudad se ha vuelto de papel estraza, y ha doblado sus esquinas hasta convertirse en avión planeador de nuevos destinos.
Harta de ruido, distancias, secuestros, crímenes, robos, guerras contra el narco y pavimento dañado, se dispone a despegar.
Las playas vinieron a mezclarse con las calles del centro: la zona Rio y todos los sectores colindantes, Mesa de Otay, La Mesa, San Antonio de los Buenos, Sánchez Taboada, Centenario, Cerro Colorado, La Presa.
A través de mi ventana he observado todo con una sensación de olvido: el piso de mi vivienda no contaba como pasajero y he quedado colgada del techo, como una fotografía antigua que descuidada del gran álbum, se mece entre la pared hasta resbalar a la loseta más triste.
Hoja marchita de árbol, que viene a morir a los pies.
Ahora todo está lleno de polvo.
Los restos de la fronteriza ciudad no son más que los círculos que dictan mi movimiento, empañados de ideas confusas que dejan una estela de escarcha sobre mi piel.
Ha resuelto la geografía rellenar las áreas vacías de un nuevo desierto helado de jorobas blancas.
Puede advertirse en el centro, mi vida flotando en el aire, a punto de llegar al suelo.
Caigo, hago poco ruido, me basta un segundo para mirar al cielo y ver alejarse la ciudad con sus viajeros dentro.
Capto tus ojos en la última ventana que miran a los míos y se preguntan en silencio, si dejarse llevar al nuevo mundo o apretar el botón de emergencia y descender hasta la palabra precisa de mis miedos.
Floto en mitad del mar, algunas algas me rodean los brazos y los tobillos, como si fueran grilletes.
Soy una presa del mar que se disuelve entre corrientes de agua.
La boca me sabe a pasado, los ojos se me derraman de las órbitas envueltas en lágrimas, conscientes de todas las imágenes que perdieron.
Una ola pequeña me eleva, otra de mayor tamaño me lanza con fuerza hasta la última orilla del mundo.
Cuando llega mi cuerpo, se deshace en el suelo como el largo vestido de seda del que te desprendes, y la desnudez sonríe al mundo.
Mientras el mapa de mi nuevo destino se va dibujando en la arena a mis pies.
Mi vestido se estira hasta envolverme como una manta y mi respiración se acelera porque tengo miedo de morir.
Tumbada en la arena, descubro que el cielo es océano y las estrellas barcos mercantes que se dirigen al fin del mundo.
Del suelo brotan rascacielos, iglesias, autopistas arrugadas y un desierto de serena indiferencia.
Hace frío.
Desde BC, mi rincón existencial, donde tengo en el corazón una ruta sin nombre.
Andrea Guadalupe.
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