Después de tanto tiempo
La primera vez que me di cuenta
estábamos los dos
cenando en el restaurante
de siempre.
Aquél que está en la esquina
más próxima a casa.
Aquella noche podría haberte dicho:
te favorece ese jersey, hace juego
con el color de tus ojos.
Pero esas son cosas
que se dicen en las primeras citas.
Y nosotros ya llevamos
novecientas cincuenta
y tres veladas juntos.
Repaso la carta varias veces,
indecisa aún,
aunque se que acabaré escogiendo
el mismo plato:
la eterna ensalada
con queso de cabra y nueces.
Se acerca la camarera
hasta plantarse ante nosotros,
preguntando qué vamos a beber.
Y es entonces
que me doy cuenta,
justo en el momento previo
a que las palabras broten de tu boca.
Porque seguimos sentados en el mismo rincón,
el más apartado,
como cuando íbamos a la facultad
(siempre la última fila, junto a la ventana).
Pero ahora un abismo
de lino blanco
se erige entre los dos,
y nos bastan, como escudo,
unos cubiertos y un par de copas.
Y un silencio
que hace ya mucho tiempo
dejó de alimentarse
de los cumplidos y de las frases cordiales.
Pese a todo,
seguimos siendo los mismos.
La misma gotita de leche
en el mismo café.
Incluso al marcharnos,
me parece que repetimos,
exactamente,
el mismo trayecto
(el brevísimo mismo trayecto)
hasta llegar a casa.
Cambiamos de acera
a la cuarta acacia.
Luego, al ir a acostarnos,
cada uno se coloca en el lado
que le corresponde
(siempre el mismo,
sin la menor duda de que todas,
absolutamente todas, las parejas
comparten esa ley inquebrantable
del reparto de lo que un día fue
su lecho de amor).
Ya ni siquiera hace falta
desear las buenas noches.
Sin embargo,
a pesar de habernos reído siempre,
de la rutina,
quizá incluso, del hastío
de tantas y tantas parejas,
mis padres y tus padres,
tu amigo Carlos e Isabel,
mi amiga Helena y Marcos,
la tía Celia y el gilipollas de su marido
y habernos prometido
que nunca acabaríamos así,
te aseguro, que me dolería tanto
no acertar
la frase exacta,
el tono exacto,
la mueca exacta
de tus labios al pedir
qué vas a beber.
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