Como partículas de polvo
Déjame escapar
de tus poemas,
le dijo la musa a su poeta.
Y se desprendió,
como de un abrigo al llegar la primavera,
de su boca de amapola,
y sus pupilas de confeti.
Lo primero que hizo
fue ponerse a planchar, y a mear, y a cagar,
porque aquello era algo
que nunca antes había hecho.
Dejó arrinconado
al amor
en el fondo de un armario,
junto a la aspiradora, y luego
salió a la calle.
Le sorprendió su propio reflejo en los escaparates,
enmarcado entre los carteles
que anunciaban las segundas rebajas
de febrero.
Nunca antes se había visto así,
tan vulgar, apreció complacida.
Entró en una sucursal de banco,
y pidió trabajo
como mujer de la limpieza.
El olor de la lejía
pronto se llevó consigo
las mañanas que sabían a almendra,
y a vainilla,
las tardes de café,
y las noches con regusto a ginebra.
La piel del estropajo,
el tacto de las estrellas.
Se casó con el traje y la corbata
que contenían a un señor,
tonto y amable,
nada dado a la bohemia
de su antiguo amante.
Y todos los días lo planchaba
como si con aquello
le fuera la vida.
Olvidó por completo los meandros de los ríos,
la fugacidad del tiempo, las noches
de deseo, el verdadero amor.
Lo recopiló todo cuidadosamente,
acariciando,
las cerdas de la escoba,
su regusto a verso.
Depositó, sobre la pala del recogedor,
los atardeceres, los cuerpos jóvenes
desnudos, la promesa de sueños
imposibles, la luz del verano, las palmeras,
París,
las canciones de Jacques Brel,
para finalmente arrojarlos,
como partículas de polvo,
en lo más profundo
de una papelera. |